Un llamado para seguir siendo como los fundadores de nuestra nacionalidad
Hombres y mujeres se dieron cita con el asombro y la alegría en los rostros. Unos habían sido protagonistas de tres días de combate sin tregua, otros por las rendijas de sus casas contemplaron despavoridos. Los olores a pólvora y sangre también estuvieron ahí.
En medio de un contexto devastador, la noticia se volvió agazajo. La Revolución tenía ya una capital justo 10 días después de La Demajagua. La euforia se concentró a los pies de la torre de la Iglesia Parroquial Mayor de Bayamo. En la plaza, la muchedumbre, el 20 de octubre de 1868, cantó La Bayamesa, marcha patriótica, entonces ya aprendida por un manojo de asistentes y que desde su primera presentación no pasó inadvertida.
Durante los 83 días restantes, la pequeña villa oriental rompió con lo conocido. Enarboló la bandera de la libertad y lanzó su grito de independencia o muerte, convicción que no cayó en saco roto. Sus vecinos prefirieron el 12 de enero de 1869 ahogarla en llamas antes que entregarla en bandeja de plata al poder español. Subió así Cuba a lo más alto del altar colectivo, se sostuvo sobre los hombros de hombres y mujeres que apuntalaron sus esencias con verdaderos sostenes.
Cuentan que por esos días se esparcieron con rapidez muchos cantos, acordes musicales, décimas y poesías en homenaje a la nueva tierra que, aunque no estaba ajena que al traje de libertad aún tenía mangas largas para el resto del archipiélago, se abonaba con la autenticidad nacida de muchas herencias legadas desde los continentes europeo y africano.
No fue un traje impuesto, los padres fundadores de la gesta independentistas y las otras voces que aunque aisladas también se opusieron al colonialismo fueron personas con educación, supieron impulsar a la par la inevitable lucha armada con las expresiones culturales.
Basta con volver sobre las páginas de «Héroes humildes» para encontrar a un Serafín Sánchez con una sensibilidad extrema o sumergirse en las crónicas avivadas por el frío neoyorquino para entender mucho más al José Martí permeado de dolores y añoranzas por su pedazo de tierra encadenada. Son sólo dos ejemplos, basta escudriñar a lo largo y ancho de nuestra historia para legitimar que la cultura, en su más amplio concepto, resulta crucial en la transformación de la sociedad. Un verdadero convencido fue Fidel Castro, quien no escondió, desde el mismísimo estreno de la Revolución, una idea crucial, sin cultura no hay libertad posible.
Cumplió así con uno de los tantos sueños de quienes volvieron a Bayamo el corazón de la nación. Les hizo y nos hizo justicia a todo el pueblo con el empuje de la campaña de alfabetización, cada escuela de arte inaugurada, el sistema institucional esparcido por toda la geografía nacional, el acceso equitativo a todos los centros, el estímulo a conservar las tradiciones más longevas, el respaldo a proclamar desde 1980 cada 20 de octubre como Día de la Cultura Cubana.
Son muestras de lealtad inclaudicable a aquella jornada bajo el fuerte sol en el oriente, tal y como expresó el historiador de la música Jesús Gómez Cairo sobre el himno nacional.
Es un llamado eterno a los cubanos de todos los tiempos para que sigamos siendo como aquellos gloriosos bayamenses que lucharon y murieron por liberar y redimir a Cuba, alcanzando así la gloria de haber sido los fundadores de nuestra nacionalidad.
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