Trazos sobre el Pintor de los tejados

Trazos sobre el Pintor de los tejados Antonio Díaz figura entre los paisajistas espirituanos más sobresalientes. Foto: Oscar Alfonso.

Por la calle Maceo va y viene el bullicio citadino; primero, vocea el vendedor de tamales, que desprenden un olor a maíz tierno como para chuparse los dedos en el almuerzo de hoy; luego, pasa una mujer, enfundada en el azul de Yemayá, pregonando velas para reverenciar a los muertos y hasta para ahuyentar los apagones. Y lo creo.

Todo el embrujo de la villa entra por la alta ventana del cuarto-taller del Pintor de la Ciudad, Antonio Díaz Rodríguez, y él lo disfruta a plenitud. Los techos, posados en sus cuadros, no mienten.

—No se fijen en el reguero, advierte, mientras se afinca la gorra, que esconde celosamente la calvicie.

Se extraña el olor a pintura nueva sobre el lienzo. El caballete, vacío desde hace meses. Colgado en la pared, un cuadro con los contornos de una teja colonial y, dentro, las firmas desparramadas de Ever Fonseca, Flora Fong, Alicia Leal y de tantos otros dan fe de la presencia de los reconocidos artistas en la inauguración de la muestra personal Felicidades, ciudad, homenaje de Antonio Díaz a los 500 años de la villa. Corría 2014.

A la izquierda, con su donaire decimonónico, la Plaza Mayor centellea en una mañana trinitaria de los años 60 de la centuria pasada. “No es un buen cuadro”, se adelanta en aclarar. Mas, Antonio comprendió, desde hace rato, por qué las manos del principiante no deben avergonzar al creador.

Su pasión por la lectura la descubren los libros, que, en fila india, escoltan al artista cuando este decide adentrarse en el taller. Ahí permanece la crónica de Martí, deslumbrado ante La maja vestida, de Goya, cuyas “piernas osadamente tendidas”, le recuerdan al Maestro las de la Venus, de Tiziano.

Entre tanto libro de historia, de pintura; entre tantos colores y cuadros, justo delante del caballete del artista, la foto de su padre Miguel, quien se privó de la vida cuando Antonio apenas contaba con 14 años. Sobre ese dolor, no pregunto. Únicamente sé —mi hijo Pablo, que me acompaña, también lo piensa— que cada vez que el octogenario pintor se sienta frente al lienzo —ahora con un paisaje a medio pintar— y alza la vista, encuentra los ojos de su padre, que cierto día prendaron a la entonces joven María Teresa.

De su madre, Antonio heredó la persistencia. Cuando él se queda a solas con el tiempo y le sobrevuelan nostalgias…

—Antonio Enriqueeee, ven acá.

Escucha nuevamente la voz de su mamá, venida desde la acera próxima al bar al que solía ir en la calle Sobral, adonde él se daba los tragos y jugaba “patas”, después de pasar por la peletería para recoger allí el dinero de esa jornada del negocio que manejó el padre hasta su muerte.

Bastó un cocotazo de María Teresa para que el joven dejara esos vicios, y ello lo atestigua Martha, su esposa, quien lo siguió a Yaguá, donde ejerció como maestro rural allá por los años 60, y sus dos primeras hijas (tiene tres) conocieron el cantío de los gallos.

A un lado de la pared de rojos ladrillos, el maestro y su aula; al otro, las niñas —que buscaban con los ojos esa voz que les resultaba familiar— y su compañera, la crítica más cercana de Antonio, desde que este decidió ir a por todas en el universo de la pintura.

Del paisaje urbano al rural, de los tejados a las marinas; esas visitaciones y revisitaciones del creador las ha vivido, a la par, Martha, a punto ahora de brindarnos una taza de café; lo sospecha esta nariz entrenada en detectar ese olor a 1 kilómetro a la redonda.

Sorbo a sorbo también nació “Entre dos aguas”, donde, gracias al lirismo logrado, el espectador presiente la lluvia, el chorro resbalando por la canal metálica entre los tejados mohosos y desaliñados; y debajo de la techumbre de luz y tonalidades rojizas, ocres… la gente, nuestra gente, tejiendo su vida, su destino.

Así ocurre en el universo creativo del Pintor de los tejados, habituado a mirar la ciudad desde arriba; perspectiva evidente en “Entre dos aguas”, que deambuló de una oficina a otra y expuesto definitivamente en la Biblioteca Provincial Rubén Martínez Villena, por sugerencia expresa del entonces titular de Cultura Abel Prieto.

Esta obra no corrió el riesgo de dos marinas, las cuales aún integran la colección del hotel Plaza, y que a mediados de la década anterior pararon en un rincón húmedo y polvoriento del centro turístico, junto a otras pinturas. Cuando Antonio lo supo, casi de una zancada llegó de aquí, de su casa, al Plaza. “Logré salvarlas”, se regocija; en cambio, 21 obras de otros colegas, que pasaron por similar trance, las devoraron las llamas literalmente. Hoy las marinas continúan ahí.

—¿Por qué la inflexión hacia esa temática?

Habla de Estrella Herrera, autodidacta como él; del día cuando entró a la casa de la espirituana y quedó pasmado al ver aquel concierto de tonos azules. Su aprehensión de este motivo pictórico llegó al grado de incorporarle hasta los ocres a la marina, mientras la luz reverbera sobre las olas que se van; pero siempre retornan para así recordarnos de dónde venimos.

“En el arte, todo el mundo tiene padre y madre, y el que no lo reconozca es un malnacido”, subraya este continuador de los trazos limpios de Oscar Fernández Morera y a quien la fotografía le aportó el detalle realista y la acertada composición a sus pinturas, para que el artista creara su propia ciudad.

Quizás, por ello, cada vez que Antonio parte, vuelve; pasión solo comparable con la de Florentino Ariza y Fermina Daza en tiempos de cólera, amor nacido de la imaginación de García Márquez y conocido letra a letra por el pintor.

Delante de nosotros —en el cuarto-taller—, el libro con esa historia narrada al estilo de Gabo; detrás del cristal, el padre sigue pendiente de las confesiones del hijo, en quien sembró la pasión por las peleas de gallo. De ese vicio, Antonio también se salvó; pero no del de los pinceles, que siempre lo esperan al amanecer, mientras la ciudad también despierta.

—Velas a 50 pesos. Y encima del pañuelo azul, anudado en la cabeza de la señora cincuentona, se posa un hilillo cálido de luz matinal.

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Cultura,  Sancti Spíritus

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