Septiembre vuelve con olor a nuevo
En Sabana 3, lugar recóndito del oriente cubano donde los trenes pasaban con sus lomos repletos de caña —única señal de civilización entre caminos y potreros polvorientos—, estuvo mi primera escuela.
Allí, entre letras que nacieron en hojas en blanco y libros de lecturas, mi vieja maestra Miladys Valcárcel, me colocó de puntillas y me asomó al mundo.
“Hay que aprender todo lo bueno y crecer”, decía con mesura. La escuela de mis remembranzas, cada inicio de curso, se convertía en la noticia de la comarca.
Guajiros de 6 kilómetros a la redonda traían a sus hijos y los veían formar en la pequeña plaza frente al busto de Martí.
Aquellas imágenes de niños uniformados y rostros de lumbre quedaban un septiembre y otro en la memoria de muchos, sobre todo en la de mi abuelo Guarín Acosta, carretero y cortador de caña, quien, a fuerza de trabajo, supo la ciencia de la mocha y cómo devorar un plantón de solo un tajo.
Alguien me ha dicho que aquella escuela primaria aún existe, caprichosamente ha sobrevivido décadas para asistir, junto a toda Cuba, a otro inicio del curso escolar, cuando las aulas se abren a más de un millón 600 mil estudiantes de la Enseñanza General en el país.
Enhorabuena, Cuba y, en particular, Sancti Spíritus, viven un septiembre con olor a nuevo. Vuelve el bullicio a los pasillos, el colorido de los uniformes, las medias blancas purísimas, los maestros ajustándose los espejuelos, las tizas y sus partos de palabras en las pizarras.
Todo vuelve, incluso, el olor a jazmín de los jardines de mi primera escuela.
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