Magda Montiel: Memorias del terrorismo cubanoamericano en Florida

Magda Montiel: Memorias del terrorismo cubanoamericano en Florida La abogada escribió el libro El beso a Fidel. Memorias del terrorismo cubanoamericano en Estados Unidos, galardonado en un reconocido certamen en Iowa.

Por décadas, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) había intentado asesinar al líder histórico de la Revolución, Fidel Castro. Y ahora la abogada cubanoamericana Magda Montiel Davis, asistente a la Primera Conferencia La Nación y la Emigración, tiene en frente al estadista. No sabe si es más o menos alto que Teseo, el griego vencedor del Minotauro; sí advierte que para besarlo en la mejilla y hablarle debe estirar hacia atrás mucho, mucho el cuello y mirar muy, muy arriba, tanto que teme caerse de espalda y hacer tremendo papelazo. Tiene delante, de cuerpo entero a Fidel, a despecho de la amenaza que la organización terrorista Alpha 66 le enviara a esta mujer, por correo postal, a su casa en Key Biscayne, en marzo de 1994.

Es domingo al atardecer del 24 de abril. Las aguas continúan pasando por debajo del puentecillo en el salón de protocolo del Palacio de la Revolución. Alguien le susurra a Fidel en el oído.

—¡¡¡Magda!!!, exclama el líder, levantando las cejas.

Aquella mujer, de vestido morado obispo, pelo lacio sobre los hombros y de estatura intrascendente, tuvo las agallas de postularse como candidata demócrata al Congreso de Estados Unidos, en campaña contra Ileana Ros-Lehtinen. A contracorriente, defendió una plataforma liberal y escandalosa en Miami, calificativos salidos de su puño y letra: Washington debía excluir del bloqueo las medicinas y los alimentos. Acostumbrada a llamar las cosas por su nombre, ella quería volar el bloqueo en pedazos; pero, sus asesores de campaña, entre ellos el esposo, el prominente abogado de Inmigración, Ira Kurzban, le aconsejaron decir “rosado” en lugar de “rojo”. Cuestión de política.

Fidel conocía que, en las elecciones para el ente legislativo en 1993, Magda le había dado pelea a la republicana Ros-Lehtinen —el summum del extremismo anticubano y admiradora del genocidio de Israel en Gaza y de las dictaduras latinoamericanas—, al punto de haber logrado el 33 por ciento de los votos, considerado una victoria, dada su controvertida plataforma sobre Cuba.

Propietaria de un bufete de abogados de mujeres, entre los más notables de Florida, Magda devino puntal en los inicios de los 2000, junto a su esposo, en el retorno a la isla de la niña cabaiguanense Elizabeth Izquierdo, reclamada por su padre espirituano, proceso que tardó más de cuatro años en el país norteño.

La otra historia la vivía en este minuto. Ni siquiera le ha dado la espalda a Fidel, cuando este la tira del antebrazo y la deja de una pieza.

—Quiero que te postules de nuevo para el Congreso americano.

EN LA MIRILLA

Todos los caminos que van, regresan. Magda aborda la guagua con destino al hotel Comodoro, sin importarle un comino tanto flash, tanta cámara que la acaban de enfocar. Mas, la tranquilidad apenas le duraría a esta mujer el tiempo en que un relámpago partiría en dos mitades el cielo de la noche habanera del 24 de abril del 94.

Es una certeza que FOX, la cadena de televisión de la ultraderecha, Telemundo 51, Univisión… se frotaron las manos con el video donde ella conversaba, como si estuviera en el portal de su casa en Key Biscayne, con el primer líder latinoamericano en hacerle frente a Estados Unidos, y que se despidió físicamente de este mundo cuando a él le vino en gana y no debido a uno de los 638 intentos de asesinato tramados por la CIA y sus francotiradores. En este minuto, nadie querría verse en los zapatos, en las zapatillas Nike de Magda. Absolutamente nadie.

—Vuelo número 4881, Habana-Miami, partirá en unos pocos minutos, rechinan los altavoces del aeropuerto José Martí.

Por enésima vez Magda verifica su boleto: 26 de abril, 11:00 a. m. Cuarenta y tres minutos de vuelo.

Al aterrizar:

—Favor de ponerse de pie los que asistieron a la Conferencia La Nación y la Emigración, anuncia la aeromoza. Casi de inmediato…

—Magda Montiel, favor de dirigirse al frente del avión.

Todos los ojos están puestos en Magda mientras camina hacia la parte delantera del avión. Un lente alargado de una cámara de televisión la sigue. Magda mira al frente, con cuidado de mantener la cabeza en alto.

A la salida, un policía. La lleva por pasillos del aeropuerto nunca antes pisados por ella. A la derecha, “No entrar”; a la izquierda, más allá: “Solo personal autorizado”. Su esposo Ira coordinó todo con la Seguridad de la instalación. La muchedumbre, concentrada en las salas de espera, se queda con las ganas de colocarle la soga en el cuello y halarla hasta ver el último temblor de vida de la letrada­. Y así gritan y así le han escrito y le seguirán escribiéndole a Magda.

Anoche, desde La Habana llamó a Ira. Antes de colgar, se le ocurrió preguntar:

—¿Cuántos días piensas que dure esto?

—De tres a cinco.

¿De tres a cinco? ¿Tanto? Anoche, también, ante el diluvio de insultos y amenazas, Ira arrancó el teléfono de la pared. Se lo dice en el trayecto a casa. Al bajarse del Chevrolet, ella mira el buzón; el flamenco sigue ahí, como el dinosaurio de Monterroso, para recordarle la cartilla de Alpha 66.

AMENAZAS EN SERIE

La próxima mañana: —Olvida el tango y canta bolero, le advertiría el esposo a Magda, si él hubiese nacido en el barrio espirituano de Jesús María, cuando ella toma sus llaves del carro para ir al bufete.

—Tienes que ser consciente de tu entorno en todo momento, y no puedes hacerlo si estás manejando.

Lo escanea con un vistazo esta mañana del 27 de abril: 1.65 de estatura, narizón y medio, calva hasta la nuca y piernas como de signos de interrogación. Pero, ante todo, Ira Kurzban es padre de sus hijos Benny y Sadie, y también de Katie, Paula y Maggie, del primer matrimonio. Y buenísimo yerno de Magdalena, la suegra que de primer instante vive con ellos.

Magda disfrutaba la sapiencia de Ira, ganador de casos legales históricos en Estados Unidos y autor de Kurzban’s Immigration Law Sourcebook, el libro sobre Derecho de Inmigración más leído y citado por abogados y jueces en ese país.

Y ahora, el esposo, convertido en “guardaespaldas”, la lleva hasta la mismísima puerta de su despacho en el tercer piso. El “estoy allá abajo” en el despacho en el segundo piso; la voz de Ira le da algo de sosiego a Magda, la primera en llegar ese día al bufete. Se extraña. Pasadas las nueve de la mañana, sus colegas vendrían en masa, y le hacen una encerrona en la cocina. Todas sentadas alrededor de la mesa; Magda permanece de pie. Comienza el juicio: ¿No sabías que Fidel envía a niños de 13 años a la guerra? ¿Por qué no te retractas?

De las “fiscales” presentes, solo una renuncia. Las otras ocupan sus puestos de rutina. Magda atiende a un cliente como Dios y el Derecho mandan, hasta que…

—¡Uuufffggg! ¡Una bomba! ¡Una bomba! El grito de terror viene de la recepcionista.

Todas viven una versión del hundimiento del Titanic. Corren, tropiezan, corren. Sienten el agua helada del Atlántico; es como si mil cuchillos les atravesaran los cuerpos. Mientras, el teléfono, descolgado, pendula al ritmo de la llamada de intimidación.

Con ojos de águila y olfato de tiburón blanco, la Policía y el Escuadrón Antibombas revisan cada centímetro del edificio. Falsa alarma. Lo contrario sucede en las inmediaciones: por allí desfilan la Fundación Nacional Cubano Americana (FNCA), la Calle Ocho en pleno. “Perra mamalona”, vociferan.

Magda, al teléfono; finge ser la recepcionista. Por las líneas del despacho de abogadas, tampoco escampan las injurias, las amenazas. Como si las escuchara allá en casa, la mamá no le pide, le ruega a Obatalá, que, por favor, proteja a su hija, a la familia toda. Son las cuatro de la tarde. El alud de manifestantes, frente al edificio, al lobby de cristal.

—Tiene que irse.

El policía la deja sin opciones. Ella tiembla. Náuseas. Más de un plan de escape, que finalmente queda así: bajará por las escaleras de emergencia… Delante, tiene la puerta del tercer piso. “Mantén la cabeza en alto”, piensa. Ya baja por las escaleras. Vuela por la parte trasera del edificio; allí la espera Ira con el motor de la camioneta encendido.

Pero, el plan no prevé que la multitud se percate de la fuga de Magda. La jauría va tras ella; de milagro, sube al carro. Como un cristal debajo de las patas de manada de elefantes, también se siente el esposo. Una mujer se planta delante del auto. El pie de Ira aprieta el acelerador. “¡Avemaría santísima, la va a arrollar!”, piensa la abogada. Y el empujón seco y resuelto de un policía hace el otro milagro: rueda la mujer sobre el asfalto. Rueda, rueda la camioneta. Hasta el campeón de Fórmula 1 del año, el alemán Michael Schumacher, le envidiaría la arrancada. Al arribar a casa…

—¡Dios! ¡Los niños! Y a Ira se les oscurecen más los ojos de azul bravío. Tres carros policiales parqueados semejan pájaros de mal agüero. “Este viernes habrá una manifestación en el reparto; terminará con una misa en la iglesia católica por los difuntos ahogados, mientras huían del tirano Fidel”, los ponen sobre aviso.

Los esposos no lo dudan: detrás de la protesta están Ros-Lehtinen y Jorge Más Canosa, presidente de la FNCA. O sea, el lechero que devino fundador y ejecutivo de la poderosísima corporación MasTec; el tipo que pregonaba la muerte de Fidel a diestra y siniestra y deliraba por ser presidente de Cuba; el terrorista que le cuchicheaba al oído a los exmandatarios Ronald Reagan, George Bush y William Clinton. En fin, “dos hijos de puta”, sentenciaría Kurzban.

Jueves 28 de abril. Magda continúa en su laberinto. Preocupada por sus clientes, intenta reacomodar su rutina como abogada. Intenta. La empresa de seguridad que contrataron renunció; al parecer, perdería clientela entre los cubanos. “Se rajó como una yuca”, comenta la mamá.

A Magda se le ocurrió contactar a Otto, integrante de la Brigada Antonio Maceo. Otto, solito, el nuevo guardaespaldas de Magda. Lo admite ella. Otto hojea el registro de llamadas telefónicas: “Prepara los funerales”.

Viernes, 29 de abril. El día de la manifestación. La comparsa, la llama Magda. Aún sin clarear, ella e Ira toman providencias. Es imprescindible que, junto a su mamá y los niños, parta antes del amanecer. Buscan cobija en la de la hermana Maty, en Fort Lauderdale, al norte de Miami. La ecuación, simple: a más estadounidenses residentes en esa ciudad, menos cubanos; igual a menos peligro.

A Ira no hay quién lo saque de sus trece: se quedará, dice con firmeza.  Toques a la puerta de cristal biselado. Llegan los tres recién jubilados de tropas de rescate en Israel. Ira los contrató.

—Si alguien trata de entrar a nuestra propiedad, le disparan a matar, les ordena.

Los “soldados” israelíes entrecruzan miradas.

Son las once de la mañana; lo anuncian las campanas de la iglesia de Santa Inés, a solo unas cuadras de la casa de Magda. Inicia la marcha. Unas 2 000 personas, vestidas de negro —luto— caminan de un extremo de Key Biscayne a la iglesia. “¡Perra comunista!”, gritan “esos hijos de…” Dios. Comienza la misa por las víctimas del “castrismo”. Entre los piadosos, se encuentran, de seguro, quienes han amenazado, hasta de muerte, a Magda. La abogada le entregará los teléfonos, las llamadas grabadas, los ultimátums escritos al Buró Federal de Investigaciones (FBI), que optará por lavarse las manos como Poncio Pilatos.

¿Esa actitud del FBI le sorprendería a Magda, si sus propios amigos, colegas, le ladeaban la cabeza? No, no y no, respondería. En aquellos primeros días, varias compañeras del despacho hablaron hasta por los codos frente a las cámaras de la televisión. Y renunciaron al bufete allí mismo, ante la opinión pública. No les bastó, y fueron a la WQBA La Cubanísima. “Parecían cotorras”, diría la mamá de Magda. Hasta Más Canosa llamó a la emisora para ofertarles empleo.

1 de octubre de 2020. Y pasaron los años. Magda retorna a la pantalla de Telemundo 51. Su libro El beso a Fidel. Memorias del terrorismo cubanoamericano en Estados Unidos, acaba de ganar el Premio Iowa de no ficción literaria. Iowa es la cumbre de literatura en Estados Unidos. Magda le sostiene a la reportera con resolución que besaría nuevamente al líder cubano y le diría las mismas palabras. “A Trump (Donald) no lo besaría, no le miraría la cara. A mi juicio, Trump es un dictador; Fidel no fue un dictador”.

—Tú llamaste “maestro” a Fidel Castro. ¿Qué te enseñó para mal o para bien?

—Él se enfrentó al poder más grande del mundo sin echarse para atrás.

Aquel “maestro”, aquel terrorismo desatado luego a voz en cuello y a plena luz del día en Miami laten en el libro que Magda Montiel Davis remitió a mi correo electrónico. Y mi cuestionario de mil y una preguntas quedó más que respondido. No era la niña que cazaba cangrejos rosados a orillas del Almendares, y sí la mujer que le encasquetó aquel beso a Fidel en aquel salón de techo negrísimo, en una santa noche de pecados.

NOTA: El autor le agradece a Magda Montiel Davis, protagonista de esta historia, su aporte a la edición de este reportaje.

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Deja un comentario

  1. Rafael A. Fonseca Valido dice:

    Excelente trabajo

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