Ernesto Guevara: La captura en la Quebrada del Yuro

Ernesto Guevara: La captura en la Quebrada del Yuro Parapetado en esta roca, el jefe guerrillero combatió el 8 de octubre de 1967. Foto: El País.

—Denle más ron, gritan a la espalda del sargento Mario Terán Salazar, quien, en un primer momento, no puede disparar a Ernesto Che Guevara, en la escuelita de La Higuera, Bolivia, adonde había sido trasladado el día anterior, o sea, el 8 de octubre de 1967.

Delante, sigue el Che, con la melena revuelta, la chamarra azul y los ojos imperturbables. Y ello atemoriza a sus captores. Había sido apresado en la tarde anterior, luego de un combate en la quebrada del Yuro; para ese entonces, herido en una pierna, portaba su M1 —inutilizado por un disparo—, una pistola sin balas en el cargador y el morral, con olor a cachimba de tabaco.

Delante, sigue quien arriba, junto al resto de los 16 integrantes de su tropa,  al filo de las cinco y treinta de la madrugada de ese domingo a la unión de las quebradas del Yuro y San Antonio. Poco antes, Pedro Peña, un espía con vista de búho, al detectarlos, sale rumbo a La Higuera con el trasero en el alma, como diría el poeta.

Atrás queda el grupo de combatientes, que hace 11 meses había iniciado aquella épica, clave dentro del proyecto político guevariano de lucha de liberación en América Latina. Atrás, la hueste de cubanos, bolivianos y peruanos, fatigada y sedienta, que se hunde entre los farallones de la quebrada del Yuro, de arbustos pequeños y semidesnudos; pero, en cuya garganta hay agua, que, a la postre, se torna maldita para la tropa.

Prevenidas por el delator, las fuerzas del ejército parten hacia el Yuro. Como sabueso viejo en la liza combativa, el Che envía exploraciones: se reduce el cerco en torno a ellos. En la quebrada, se saben en una ratonera sin otra elección, al volverse en extremo embarazosa la salida; a pesar de eso, organizan “una estrategia digna de ser estudiada, aun cuando no lograran evadir al enemigo y los resultados no fueran los esperados”, reflexionó la investigadora María del Carmen Ariet García.

En ocasiones, el nerviosismo se vuelve plomo en las botas enemigas; así lo sienten los soldados bolivianos, adiestrados con asesoría estadounidense. En su lento avance sobre el terreno agreste, lanzan los ojos contra el monte virgen, las enormes piedras, en busca de algún indicio del adversario. Pasadas la una de la tarde del 8 de octubre…

—¡Sapos! ¡Allí están los sapos!, grita un ranger, mientras dispara alocadamente su carabina.

El tiroteo se generaliza. El capitán Gary Prado ordena disparar contra el fondo de la quebrada. Estallan granadas; sobrevuelan aviones, empachados por tanta bomba de napalm en su barrigas; mas, no entran en acción por la cercanía entre las fuerzas contendientes. Muertos y heridos de ambas partes.

—¡Aquí hay dos! ¡Aquí hay dos!, vocifera un soldado.

Son el Che y Willy, que habían escalado una faralla del cañadón. Y en instantes, el suboficial Bernandino Huanca le encaja un culatazo en el pecho del jefe guerrillero con la rabia de siglos acumulada en sus brazos y muñecas.

—¡Carajo, este es el Comandante Guevara y lo van a respetar!, tronó la voz de Willy.

A las dos y cincuenta de la tarde, Gary Prado notifica por radio a Vallegrande: “(…) Información confirmada por tropas asegura caída de Ramón”. Cuarenta minutos después, remite un nuevo mensaje: “(…) Caída de Ramón confirmada espero órdenes qué debe hacerse. Está herido”.

Otro relámpago sacude al Che al ver los cadáveres de Orlando Pantoja (Antonio) y René Martínez (Arturo); el estremecimiento no es menos cuando intenta socorrer a Alberto Fernández (Pacho), herido de gravedad, y le niegan prestarle auxilio médico.

Siete kilómetros median hasta La Higuera. Parecen mil, fundamentalmente para los prisioneros, cuya marcha la encabeza el Che; le siguen Willy —también con las manos amarradas—, Pacho, con la ayuda de soldados, y los muertos, por último.

A su encuentro van, entre otros, el mayor Miguel Ayoroa y el comandante del regimiento de ingenieros de Vallegrande, coronel Andrés Sélich, quien desata una lluvia de injurias contra el Che. El guerrillero ni siquiera parpadea.

Ya la noche ha posado todas sus sombras sobre el caserío, cuando entra la larga fila. Por las hendijas de paredes y ventanas de las chozas, se escurren la luz de velas y los ojos asustadizos de los lugareños, que ven cómo los militares llevan al Che a la escuelita de La Higuera. El crimen se empezaba a urdir.

 

Fuente principalAsesinato del Che en Bolivia. Revelaciones, de Adys Cupull y Froilán González.

 

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