El guardián de las casas de tabaco

El guardián de las casas de tabaco

Las manos de Félix Cabrera Concepción parecen cinceladas por la madera. Anchas, curtidas, con las uñas gastadas de tanto serrucho y martillo, cuentan más que él mismo. Y es que este carpintero del municipio espirituano de Cabaiguán habla poco o casi nada porque deja que el tiempo y las tablas se expresen por él.

A sus 70 años, todavía se encarama en las vigas con la agilidad de un muchacho. Los pies descalzos tantean la madera como quien conoce a ciegas el camino. Lo hace con una confianza aprendida durante más de medio siglo, cuando empezó a levantar casas de tabaco y descubrió que en cada puntal erguido iba también su vida. “Solo una vez me caí”, recuerda sin dramatismos, como si aquello de desplomarse desde lo alto hubiera sido una travesura más de juventud.

Los suyos llevan tiempo suplicándole que deje ya ese empeño. “Viejo, bájate de ahí”, le dicen. Pero él se niega con la terquedad de los hombres que no saben vivir lejos de lo que los define. “Si dejo esto, ¿qué me queda?”, suelta apenas, y basta.

Quienes han visto nacer las vegas saben que las casas de tabaco no son simples refugios de guano y madera. Son templos donde la hoja respira, se seca, madura hasta convertirse en el habano que cruza océanos y devuelve a Cuba prestigio y divisas. Félix lo sabe también, aunque no lo diga: cada clavo que aprieta, cada guano que coloca, asegura el destino de una tradición que se resiste a envejecer.

En el silencio de la vega, solo interrumpido por el canto de un sinsonte, Félix trabaja como quien reza. El serrucho va y viene al compás de la paciencia; la madera cruje, pero obedece. Allí, encaramado en lo alto, parece olvidarse del tiempo, de los años que carga en la espalda, de los temores de la familia. Solo existe él, la madera, y el arte de dar forma a esas casas que nacen del campo y vuelven al campo.

Levantar una casa de tabaco no es un juego de niños. Requiere saber medir la madera casi a ojo, calcular la inclinación del techo para que la lluvia escurra sin dañar la hoja y clavar cada puntal con la firmeza de quien sabe que un error puede echarlo todo a perder. La faena empieza desde la madrugada, con el sol aún tímido, y termina al anochecer, cuando ya las manos arden y el cuerpo pide descanso.

No cualquiera resiste ese trajín. Son jornadas de sudor corriendo a chorros, de espinas en la piel, de músculos tensos por cargar vigas que parecen pesar tanto como un hombre. Félix, sin embargo, se sobrepone a la dureza como quien conversa con un viejo amigo. Tal vez por eso, más que construir casas, las levanta con un respeto casi sagrado, convencido de que allí, bajo ese techo de guano, se juega buena parte del destino del tabaco cubano.

En el pueblo, muchos lo miran como a un maestro. Cada vez que un joven aprendiz se acerca, Félix no duda en mostrarle cómo se encaja una viga o se amarra un guano. “Que aprendan, porque esto no puede morirse”, dice. Y así, sin discursos ni grandes gestos, va sembrando en otros la semilla de un oficio que no solo sostiene al tabaco, sino también a la identidad de toda una comunidad.

Cuando alguien lo mira, es difícil no pensar que Félix es más que un carpintero. Es memoria viva de un oficio que sostiene parte del país. Y aunque sus palabras se queden cortas, sus manos, esas manos de hombre de campo, se encargan de narrar lo que él calla: “Yo seguiré levantando casas de tabaco mientras el cuerpo me responda, porque en cada una late, también, mi propia vida”, concluye.

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