El espejo del alma
Sentado en mi sillón preferido, esperaba la visita de Arnaldo, mi amigo. Entretanto, recordé otra de esas frases que se dicen tanto, que puede decirse que se convierten en verdades irrefutables. Esta en eso cuando me sorprende su llegada. Fue él quien lanzó la primera piedra:
— A ti, mi hermano, que te gusta tanto saber del origen de muchas cosas, ¿qué me dices de esto?: El rostro es el espejo del alma. —Mientras dice la frase, Arnaldo adopta pose de declamador y figura de guía turístico, señalando con la mano abierta a la altura de las letras a un cartel invisible…
Y, sin darme tiempo a reaccionar, disparó:
—Gaspar, y que hay quienes de eso hacen una ley. Tratan a la persona según su apariencia física. Y dicen, por ejemplo: aquel hombre tiene cara de buena gente o no me gusta ese individuo; tiene una cara…
—Pues, mira, quiero que sepas que esa tendencia no es de ahora. Te voy a contar lo que escribió el mismísimo Alejo Carpentier en Caracas, hace más de setenta años…
—A ver, a ver, cuenta… —Raudo y veloz, Arnaldo me da el pie forzado:
—Oye esto, que no tiene desperdicios: resulta que un semanario en los Estados Unidos publicó cierta vez, en dos de sus páginas, unas cien fotografías personales con un pequeño detalle: no estaban identificadas.
—¿No tenían pie de foto? ¿Y entonces…?
— ¡Aquí viene lo bueno! El asunto es que aquel semanario invitaba al lector a decir quién, según la cara, era escritor, poeta, padre de familia, condenado a muerte, asesino, ladrón, profesional o carterista.
—Pero, ¿así como así? ¿Nada más que con verle la cara?
— ¿Tú no dices que el rostro es el espejo del alma?
— Bueno, n-n-no sé… este…
— Mira, para que te aclares, escucha esto que escribió Carpentier: él y Nicolás Guillén quisieron conversar, en un café habanero, con un anciano de venerables barbas y porte señorial. Y aquel viejecito empezó a hablar: “Ya no puedo trabajar, porque la mano me tiembla. Mi trabajo era como tocar el piano… ¡Pero en mi juventud!”
—Ven acá, Gaspar, y el hombre aquel, ¿era cirujano, pianista… relojero?
— Espera, Arnaldo, déjame seguir en lo que decía aquel venerable anciano. Decía: “¡Pero en mi juventud! Figúrense que llegué hasta Madrid y allí gané una sensacional apuesta contra Manita de Oro…”
—¿Manita de Oro? Y ¿quién era ese hombre? ¿Otro que trabajaba delicadamente con sus manos?
Me costó mucho aguantar la risa:
—¡Sí… claaaaro que sí! ¡Trabajaba delicadamente con sus manos! Los dos, Manita de Oro y el venerable anciano ¡eran carteristas, mi hermano!
—¡¡¿CARTERISTAS?!!
— ¿Te das cuenta ahora? Ese anciano venerable que se encontraron Guillén y Carpentier le había robado ¡diecisiete mil pesetas!, al mismísimo general Polavieja en la salida del Teatro Real de Madrid.
¿Qué les parece?
“…Amigos, suficiente por hoy”.
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