El Che a su madre: “Vieja de mi alma”

El Che a su madre: “Vieja de mi alma” Ernesto Che Guevara junto a sus padres.

Hay cartas que retratan el alma del hijo; las de Ernesto Che Guevara a su madre, Celia de la Serna, lo confirman. “Querida vieja: Aquí estoy, unos cuantos kilómetros más lejos y algún peso más pobre, preparándome a seguir viaje rumbo a Venezuela (…) Recién a la una de la mañana nos dieron alojamiento en un hospital, entendiéndose por tal una silla donde pasamos la noche”. Era julio de 1952. El Che acababa de arribar a Bogotá, Colombia.

Llevaba más de seis meses de viaje por América Latina, con su amigo Alberto Granados. Argentina, Chile y Perú habían quedado atrás. Nada deja de contar a su madre, incluida la travesía en balsa por el río Amazonas, donde volvió a experimentar el miedo al agua en la noche. No se sonroja al confesarlo.

Nada olvida relatar a quien lo trajo al mundo el 14 de junio de 1928. Aquella madrugada, en el puerto de Rosario, más de un pitazo profundo pedía entrar al muelle en un otoño tardío. Celia no los escuchó, como tampoco a sus hermanos que se oponían a otorgarle el permiso para casarse; tenía 21 años y por las leyes argentinas era menor de edad.

“Vieja de mi alma, vieja”, le escribe desde Venezuela; de allí retorna a Buenos Aires. Nunca estudió tanto. Apenas tiene en sus manos el título de Medicina, regresa a los caminos de la Mayúscula América, como la nombraba; lo acompaña Carlos Ferrer (Calica).

En Bolivia quiso ejercer en una mina de estaño por un mes; pero no pudo. Luego, Perú, desde donde le cuenta a su mamá de su hallazgo de explorador en los dominios del Cuzco: “(…) encontré en un cementerio indígena una estatuita de mujer del tamaño de un dedo meñique”.

En Guayaquil se declara “aventurero 100 %” y no esconde que su bolsillo anda solitario de monedas: “Tu traje, tu obra maestra (…) murió heroicamente en una compraventa, y lo mismo sucedió con todas las cosas innecesarias de mi equipaje”. Después de Ecuador, en barco a Panamá, y en lo que aparezca a Costa Rica.

En 1954, por fin en Guatemala, envía noticias con más frecuencia. Se las ingenia para sobrevivir; las carencias no le secan el interés por la naturaleza, incluidos sus volcanes: “(…) hace mucho tiempo tengo ganas de verle las amígdalas a la madre tierra”. Asombro frente al arte maya. Se lo confiesa a su mamá, la misma que le enseñó las primeras letras, el idioma francés; la misma que además de hilvanar versos, también despertó las musas para visitar la ciencia ficción.

Mas, ni una pizca de historia extraterrestre desfiló frente a los ojos del Che: el Gobierno de Jacobo Arbenz se desplomó ante el golpe bajo orquestado por Washington. Con mirada cinematográfica Guevara le relata a Celia: “Ahora pasó todo eso y solo se oyen los cohetes de los reaccionarios que salen de la tierra como hormigas a festejar el triunfo”.

Entre tren viaja a México en septiembre de 1954. Su vida pende de las fotografías que tira hoy en esta calle, mañana en aquel parque. Primero conoce a Raúl, luego a Fidel; Cuba retoña en tierra azteca. La policía mexicana los detiene. Al tanto de lo acontecido, Celia le reclama moderación… “(…) Soy todo lo contrario de un Cristo (…), por las cosas que creo, lucho con toda las armas a mi alcance y trato de dejar tendido al otro, en vez de dejarme clavar en una cruz o en cualquier otro lugar (…).

“Con todo, me parece que ese dolor, dolor de madre que entra en la vejez y que quiere a su hijo vivo, es lo respetable, lo que tengo obligación de atender y lo que además tengo ganas de atender”.

Guevara se hace al mar en el yate Granma”; naufragan sus sueños de físico. Sobrevive en el combate de Alegría de Pío “nada más que por mi suerte gatuna”, como dijera. Desde la mismísima Sierra Maestra da cuenta a sus padres en más de una carta, e, incluso, en junio de 1958 habla con su mamá a través de las ondas de Radio Rebelde.

Seis años tardan para que el Guerrillero los abrace de nuevo; al aeropuerto de La Habana acude a recibirlos, todavía con olor a monte. Él le solicita a Celia que se quede en Cuba; ella opta por defenderla desde Argentina, donde es perseguida y apresada más de una vez, incluso estando en enferma.

Mayo de 1965. En las venas de la selva congoleña le anuncian la gravedad de su mamá, vivencias recogidas en su relato La piedra: “Me pregunté si se podía llorar un poquito. No, no debía ser, porque el jefe es impersonal; no es que se le niegue el derecho a sentir, simplemente, no debe mostrar que siente lo de él; lo de sus soldados, tal vez (…).

“Solo sé que tengo una necesidad física de que aparezca mi madre y yo recline mi cabeza en su regazo magro (…) No es necesario pedirle perdón; ella lo comprende todo; uno lo sabe cuando escucha ese ‘mi viejo’».

Lejos, en Buenos Aires, se escapaba la vida. Apenas dos recuerdos el Che lleva encima: el pañuelo de gasa, de Aleida, su mujer, y el llavero con la piedra, de su madre.

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