Crecencio: la historia de un nombre

Crecencio: la historia de un nombre

De pequeño nunca me gustó mi segundo nombre. Lo odiaba. No solo porque en el aula mis compañeros, y hasta algún que otro maestro, se burlaban del apelativo que desentonaba tanto con los «Yusimisisleidys» de la época, sino también porque parecía anticuado, horrible.

Cuando tuve la edad mínima para comprender conceptos como el amor y la muerte, mi madre me explicó que ese segundo nombre era el homenaje a un hermano de mi padre que no logró tener hijos porque, con apenas 26 años de edad, lo habían secuestrado en Argentina, una década antes de yo nacer.

Mi mamá decía que, por eso, debía sentirme orgulloso. Lo habían secuestrado (y posiblemente asesinado) el 9 de agosto de 1976 solo por ser fiel a la Revolución cubana y prestar sus servicios en la embajada de la Isla en Buenos Aires.

Aun así, en la inocencia y la ingenuidad de la niñez, no comprendí el honor que cargaba en el carné de identidad, la muestra de amor que mi padre perpetuaba al menor de sus hermanos al llamarme como él.

No fue hasta llegar a la Universidad, tras interiorizar el dolor de la familia por la incierta ausencia del hermano desaparecido, que cobré real conciencia de quién había sido Crecencio Galañena Hernández o «el Negro», como cariñosamente lo llamaba la familia.

El Negro nació nueve años antes del triunfo de la Revolución, en las lomas yaguajayenses de La Garita, en el norte de Sancti Spíritus. No tuvo ropa ni zapatos durante su primera década de vida. No fue a la escuela primaria. Vivía en piso de tierra, sin corriente eléctrica, ni servicio médico alguno.

Su madre murió antes de que Crecencio cumpliera los 10, murió de tuberculosis porque la familia no pudo pagar el tratamiento con antibióticos que necesitaba. Antes de llegar a la adolescencia, Crecencio quedó huérfano de madre, en medio de la pobreza.

Tras el triunfo de la Revolución en 1959, a medida que el país pudo extender salud, educación y comida para todos, mi tío comenzó a estudiar, se preparó intensamente, hasta que llegó a ocupar un puesto en el cuerpo diplomático de Cuba.

Para la familia fue algo asombroso, increíble: el último de los hermanos logró superarse, salió de la miseria y la ignorancia, llegó a La Habana y de ahí viajó hasta Argentina, a defender aquellos ideales enseñados por el padre militante, aprendidos con la Revolución socialista, gestados con el proceso social que dejó atrás el desamparo en que nació, un proceso que le permitía ser alguien por sus habilidades y destrezas sin importar de dónde venía, que le garantizaba derechos básicos a sus sobrinos y a los hijos que nunca tendría, que le daba la oportunidad de una vida mejor, más plena, con la dignidad restaurada.

En Buenos Aires, solo por creer y defender el socialismo cubano, por declararse comunista y fiel a Fidel Castro, acabaron con su joven vida, junto a la de su compañero de lucha, el pinareño Jesús Cejas Arias.

No eran del ejército, ni miembros del gobierno, no tomaban decisiones… simplemente ocupaban un lugar en el cuerpo de seguridad de la embajada cubana. Pero por amar la Cuba socialista, les arrebataron la vida, en plena juventud. Sus captores y asesinos, pagados por Estados Unidos, confirmaron luego que no se quebraron, que no traicionaron, que no lograron sacarle ninguna información a pesar de la rigurosa tortura de varios días.

A veces imagino, especulo, sobre las cosas que Crecencio pudiera haber pensado durante esos terribles momentos antes de que lo mataran, a quién de la familia hubiese anhelado darle un último adiós, para quién sería su último pensamiento. Pienso a veces en aquello que planificaba con sus 26 años para el futuro que le arrebataron tan injustamente.

Lo peor es que la familia estuvo 36 años esperando alguna noticia. Solo se sabía que lo habían secuestrado. Dicen que su padre, mi abuelo, murió senil preguntando insistentemente por su hijo, el más chiquito, aquel que despidió un día con la promesa de volverlo a ver tras cumplir el deber con la Patria. Ya sin conciencia, repetía: «¿y el Negro cuándo vendrá por fin?».

Al viejo le quitaron su hijo más pequeño, le quitaron la posibilidad, incluso, de enterrarlo. Más de dos décadas después de la muerte de mi abuelo, cuando se cumplían 35 años de la desaparición de mi tío, mi papá comenzó a orar por su hermano. Cada día durante 12 meses estuvo pidiéndole a Dios que le diera alguna noticia, que acabara con la incertidumbre. Mi papá pedía al cielo saber algo: si el Negro estaba vivo o muerto. Después de aquel agosto de 1976 no habían sabido nada más de él.

Un año después de estar orando, la noticia llegó: habían encontrado los restos mortales de Crecencio, en un tanque relleno de concreto, en Argentina. Fueron 36 años de sospecha, pero la certeza de la muerte aún era demasiado dura, implacable. Lloraron todos abrazados, rabiosos, tristes, indignados… todo se confirmaba: al Negro lo habían matado.

Durante el sepelio, palpando el dolor de la familia, viendo las lágrimas de quienes lo conocieron, sufriendo por el dolor de mis seres queridos, amé más mi segundo nombre y, desde entonces, lo llevo con orgullo. Nunca estaré a la altura de mi tío, pero es un honor recordarlo, dar el placer a mi padre de comprender, aceptar y estar feliz por esa elección que hizo para nombrarme, y más que eso, me honra amar la causa por la que murió injustamente.

Hoy se cumple un aniversario más del secuestro de Crecencio, otro triste 9 de agosto en que la familia Galañena Hernández recuerda que le quitaron un hijo solo por creer y trabajar por la Revolución cubana. Eso nunca lo olvidaremos, para él también fue una cuestión de Patria o Muerte. (Y. Crecencio Galañena León, ACN)

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