Conejos, tierra y resiliencia: la vida según Edilia (+fotos y audio)
Edilia Linares Cala encontró en la cría de conejos una fuente de autonomía económica. Foto: Yosdany Morejón
La primera imagen de Edilia Linares Cala, a sus 60 años, no es la de una mujer vencida por el tiempo, sino la de alguien que todavía cree en la ternura como método de trabajo.
Entra a la nave de conejos de la finca La Mulata —en el municipio espirituano de Taguasco— y los llama con un tono hogareño, como quien despierta a un niño sin sobresaltos. Las orejas se mueven primero; luego, asoman los cuerpos. Ella sonríe con la confianza de quien sabe que la vida, a veces, responde mejor a la suavidad que al grito.
“Si usted les coge cariño, ellos se tranquilizan”, dice, mientras pasa la mano por la jaula de una coneja que ha bautizado como Carolina. Otras se llaman Violeta, Isabel, Rosalí, la Patrona. Nombrarlas, para Edilia, no es un capricho: es una forma de ponerles un abrigo.

En ocho meses de trabajo ya superan los 150 conejos en la finca La Mulata. Foto: Yosdany Morejón
Antes de llegar a este sitio que hoy la completa, había pasado por muchos lugares: limpiadora de casas, auxiliar en gastronomía, dependienta en comercio, trabajadora eventual en cuanto centro aparecía. Saltaba de empleo en empleo como quien busca un lugar en el mundo sin encontrarlo.
Su entrada a La Mulata ocurrió casi por destino. Edwin, responsable de la finca, la conocía por su disciplina casi quirúrgica y su afán por dejarlo todo reluciente. La llamó cuando el proyecto necesitó a alguien “indicada” para iniciar la nave de conejos. Entonces tenían apenas unos cuantos animales. Ocho meses después, ya superan los 150. No es un milagro, es trabajo.
La historia de Edilia se enlaza, aunque ella no lo diga, con el espíritu del Programa Nacional para el Adelanto de las Mujeres que apuesta por la autonomía económica, el acceso equitativo al empleo y el reconocimiento del liderazgo femenino en espacios productivos. Lo que en ese documento aparece como principio, aquí toma forma en una nave que huele a heno fresco y a esperanza.
“Yo soy del campo y del campo nunca me fui”, afirma Linares Cala. Quizás ahí radica todo: La Mulata no solo le dio un trabajo; le devolvió su raíz.
La labor que sostiene su futuro

La vida de Edilia es la suma de muchas vidas rurales. Foto: Yosdany Morejón
A veces, Edilia piensa que los conejos la entendieron antes que las personas. “Yo llego por la mañana y los llamo y ellos saben y me reconocen”, cuenta con una mezcla de orgullo y timidez, como si temiera exagerar la humanidad de sus animales. Pero lo cierto es que los mira con una delicadeza que cuesta encontrar incluso entre quienes crían por tradición familiar.
Los reconoce por sus gestos, por la velocidad con que respiran, por la docilidad o la aspereza que muestran después de la monta. Adivina cuándo una cría necesita más calor, cuándo un macho perdió apetito, cuándo una hembra se irritó de más. Para ella, la crianza no es un procedimiento, es un lenguaje.
Ese crecimiento acelerado no se explica sin otro impulsor: el acompañamiento de ALASS (Autoabastecimiento Local para una Alimentación Sostenible y Sana), un proyecto internacional que apuesta por sistemas alimentarios locales, sostenibles y con mayor participación de mujeres. Gracias a esa alianza —que se inserta en el Programa SAS-Cuba—, en La Mulata aprendieron a sembrar king grass, bejuco de boniato y caña; a preparar piensos incrementados; a cumplir calendarios de vacunación; a sostener estándares de higiene que garantizan animales sanos.

La historia de Edilia se enlaza con el Programa Nacional para el Adelanto de las Mujeres. Foto: Yosdany Morejón
“Cada tercer día lavo las vasijas con agua, detergente y cloro. Y a las canoitas donde duermen, les paso un pañito todos los días para que no cojan humedad”, explica sin presunción, como si describiera la rutina natural de quien cuida lo que ama.
Ese rigor se enlaza directamente con la Ley de Soberanía Alimentaria y Seguridad Alimentaria y Nutricional (SSAN), que impulsa iniciativas capaces de abastecer a las comunidades desde su propio territorio, sin depender de cadenas extensas ni vulnerables.
El salario —10 000 pesos al mes, 2 500 cada viernes— significa más que estabilidad. Para Edilia es una prueba de que su trabajo importa. “En mi casa están felices. A mi esposo también le gustan las crías. Nos apoyamos los dos”, explica.
Y aunque desempeña un rol determinante en la nave, lo que la define no es la productividad, sino la manera en que se remueve por dentro cuando el ciclo natural exige despedirse de un animal.
Cuando llega el sacrificio, llora. A veces intenta disimularlo; no siempre lo logra. Entrega el conejo con un temblor breve, como si cediera una parte de sí. “Me da mucho dolor… yo los crío desde chiquiticos”, repite. En esa mezcla de eficiencia y sensibilidad —capaz de cumplir un protocolo, pero sin blindar el corazón— está la verdad de su carácter.
Cuando los conejos ponen a prueba

La nave para la cría de conejos en la finca La Mulata es impulsada por el proyecto internacional ALASS. Foto: Yosdany Morejón
La taguasquense recuerda su primer día en la nave como quien evoca una prueba de iniciación. Apenas había aprendido a abrir las jaulas cuando uno de los machos —un pardo inquieto, con más nervio que tamaño— le clavó los dientes en la mano. El dolor fue seco, rápido, tan inesperado que por un instante creyó que aquello no era para ella. Miró la marca profunda, los dos puntos morados que después se hincharon como si el animal quisiera dejarle un sello. “Ese día me dije: o te vas o te quedas”, cuenta ahora, sonriendo ante la cicatriz que casi ya no se distingue.
Por fortuna se quedó, no por terquedad, sino por una mezcla de intuición y deseo de arraigo. Desde entonces, los sustos forman parte del oficio: arañazos al cambiar las canoitas, mordidas de conejas protectoras cuando paren, saltos inesperados que la golpean en el pecho. Ella lo toma con humor. “Si no me muerden, no es un día completo”, bromea.
Aquel primer dolor, sin embargo, la hizo entender algo esencial: que la tierra y sus criaturas suelen probar a las personas antes de aceptarlas. Edilia superó la prueba como supera todo lo que la vida le ha puesto delante: sin ruido, sin queja, con un temple silencioso que se afianza cada vez que entra a la nave y los llama como si todavía necesitara convencer al campo de que ya es parte de él.
Una mujer que late al ritmo de la tierra

Edilia no habla como una heroína sino como una mujer que ha trabajado toda su vida en el campo. Foto: Yosdany Morejón
Edilia no habla como una heroína. Habla como una mujer que ha trabajado toda su vida. Lo resume con una frase que merecería grabarse en la entrada de cualquier finca: “No hay trabajo que la mujer no pueda hacer en el campo si lo hace con amor”.
Y lo respalda con hechos: fue la primera mujer jefa de la finca 225 de la comunidad rural de San Marcos, una época en la que sembraba, montaba a caballo, organizaba brigadas, cuidaba animales. Defendía, incluso entonces, que el campo no distingue entre tareas de hombres y de mujeres; distingue entre quienes tienen voluntad y quienes no.
Hoy La Mulata no es solo un empleo: es un escenario donde su experiencia vuelve a tener peso, donde su nombre importa, donde su historia encuentra un cauce natural.
Dice que extraña a los conejos cuando se va a casa. Que Violeta, su preferida, “da crías muy bonitas”. Que el campo es “lo más lindo que me ha podido pasar”. Y en esa trilogía de afectos —el apego a los animales, el orgullo por sus crías, el amor inevitable por la tierra— se dibuja el sentido íntimo de su existencia.
Lo suyo no es una ascensión épica, sino una conquista diaria: un modo de estar en el mundo.
Su vida es la suma de muchas vidas rurales que hoy, gracias a proyectos sostenibles y políticas públicas inclusivas, comienzan a encontrar reconocimiento. Y, sin embargo, la suya tiene una luz particular: la de quien se reconstruyó sin renunciar a la ternura.
En Taguasco, entre jaulas limpias, bejucos de boniato y conejas mansas, Edilia Linares Cala demuestra que la autonomía no se proclama: se trabaja con constancia, con tierra bajo las uñas, con fe en lo que se cría. Y que cada mujer —si encuentra el lugar justo— puede levantar su propia finca interior.
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