Camino a las montañas rebeldes
El ortopédico Julio Martínez Páez, primer médico cubano en prestar servicio al Ejército Rebelde, comandado por Fidel, aguardó por la partida hacia la Sierra Maestra con la misma paciencia que enfrentaba una complicada intervención quirúrgica. Por si acaso, preparó todo con tiempo: anestesia, antibióticos, equipo de cirugía…
—Esas eran mis armas.
El primero de junio de 1957, exactamente en la mañana —recuerda con memoria fotográfica—, le anunciaron que saldría esa noche. A las doce en punto, partió en automóvil, acompañado de dos jóvenes. Irían directamente a Santiago de Cuba y durante el trayecto no podían realizar contacto con nadie. A pie juntillas, cumplieron las órdenes. A lo largo del viaje, los esbirros de la tiranía parecían moscas posadas sobre la Carretera Central.
—¿De dónde vienen? ¿A dónde van? ¿De dónde vienen? ¿A dónde van?, sonaban a disco rayado en vitrola.
Sin contratiempos, llegaron alrededor de las seis de la tarde a Santiago de Cuba. Frank País, jefe nacional de Acción y Sabotaje del “26”, los recibió. Al médico le correspondió alojarse en una casa en el reparto Vista Alegre. Al cabo de unos días, salió rumbo a Manzanillo. Celia Sánchez Manduley lo esperaba, y esa noche durmió en su casa, escoltada por mameyes, mangos y caimitos.
— ¿Dormir? Sinceramente, no pegué un ojo, nos reveló. Pudieron más la expectativa y el temor de caer prisionero que la hospitalidad de la familia de la heroína.
En pisicorre, salieron al otro día. La incertidumbre, in crescendo. Pasaron delante del cuartel de la Guardia Rural en el batey del ingenio Estrada Palma, y nada. Por suerte. En El Zarzal abordaron un yip; avanzaron algunos kilómetros por las estribaciones de la Sierra Maestra, hasta que el motor empezó a jadear. Era el turno de los caballos para los de más edad, y de las piernas para los jóvenes. Con 49 años, Julio figuraba en el bando de los de a pie.
A las doce de la noche, estaban en El Salto y continuaron la marcha. Al médico, las botas le pesaban más que sacos de arena de arroyo mojados. En un bohío, los pusieron sobre aviso: los guardias de Batista acababan de pasar por allí. A esconderse en el monte, no quedaba de otra. Rebasado el peligro, de nuevo al camino; de brújula, el río Yara. Atrás, Santo Domingo y El Naranjo.
Por fin, avistaron el campamento de Fidel en Palma Mocha. Serían las cinco de la tarde. Cuando desde lo profundo del monte se oyó aquel ¡Viva Cuba!, y todas las voces fueron una única voz, al doctor Julio Martínez le pareció escuchar de fondo la Marcha triunfal, de Verdi. Lo colegimos de su relato, sin la menor dramaticidad, sin la menor gesticulación. Las trompetas y las flautas fueron a la cuenta de nuestra imaginación. Martínez Páez no arribaba al Antiguo Egipto; sí a un pedazo libre de Cuba. Y llegó el abrazo con Fidel. Un abrazo silencioso y fuerte.
—Jamás habías caminado tanto en tu vida, le comentó el jefe guerrillero. Luego indagó:
—¿No se encontraron con las tropas de Batista?
—Sí, o mejor, no. Después que pasamos El Salto, unos campesinos nos dijeron que vieron a un pelotón de los guardias de Batista.
Fidel soltó una sonora carcajada. Y les aclaró que eran rebeldes, disfrazados con uniformes del ejército enemigo.
—Médico, ahora vaya a descansar. Y así remató la conversación. La épica de Martínez Páez en aquellas montañas rebeldes estaba por comenzar.