A lomo de mulo
Aún sin romper el alba sobre el lomerío trinitario, Ismael Aragón López prende su linterna y la finca que administra en la comunidad rural de Algarrobo, despierta. Faltan minutos para las cinco de la madrugada, pero la neblina se enreda en las cumbres montañosas del Plan Turquino mientras él comprueba, una a una, las cinchas de sus seis mulos.
Junto a él, su nieto César Sotolongo Aragón, de 11 años, observa en silencio, mientras imita cada movimiento como si su vida o, tal vez su fututo, dependieran de estos animales.
“Sin ellos, esta vida se apagaría”, dice Ismael, palmeando el lomo de Chocolate. Aquí, en las profundidades de estas lomas, los mulos no son animales de carga: son el único sistema de transporte que desafía la geografía rebelde.
El 70 por ciento de los caminos son intransitables para vehículos. “Un camión jamás subiría a donde llega un mulo”, explica este trinitario de 58 años y señala el risco que deberán atravesar, el cual no está exento de peligros y malformaciones del terreno: “El camino es un sube y baja grandísimo, pero eso es lo que les gusta a los mulos, que esté bien malo, pa’ lucirse de verdad y demostrar de lo que son capaces”.
Cada semana, Ismael y sus bestias recorren decenas de kilómetros de veredas escarpadas. En las alforjas cargan lo esencial: arroz, frijoles, aceite, medicinas y productos de aseo para unas 600 personas; además de sacos de café hacia los puntos de acopio y… cuanto aparezca.
Recientemente, estos animales transportaron los primeros paneles solares que llegaron para varias familias que no pueden conectarse al Sistema Eléctrico Nacional y aquello fue toda una fiesta, aseguran varios vecinos del lugar.
Ismael aprendió el oficio de su padre y hoy es uno de los pocos arrieros activos en la provincia de Sancti Spíritus. “Hace unos años atrás éramos muchos, pero ahora solo quedamos un puñado. Creo que pronto va a morir esta tradición de la crianza y producción mular si no nos ponemos pa’ las cosas”, afirma mientras amarra un saco de arroz.
La crisis ganadera y el éxodo juvenil casi extinguen la práctica. Su nieto César, sin embargo, ya domina nudos y veredas. “Quiero ser como mi abuelo, por eso termino en la escuela a las 12 del día y corro pa’ su finca a ayudarlo”, dice el niño mientras guía a Napoleón por un arroyo traicionero. Ismael sonríe: “Él es mi esperanza”, dice y suspira.
César Sotolongo Aragón, de 11 años, observa en silencio, mientras imita cada movimiento de su abuelo. Foto: Yosdany Morejón.
La resistencia del mulo es legendaria. Sobreviven con pasto de monte y agua de río, caminan ocho horas diarias con dos quintales a cuestas y sus cascos se agarran a piedras mojadas donde un caballo resbalaría. “Un tractor se rompe; un mulo, jamás”, sentencia el guajiro.
Pero el costo humano es alto porque madruga todos los días, enfrenta lluvias o sol inclemente y ya siente el paso de los años, aunque el aire puro del monte le mantiene las rodillas sin artrosis, bromea. “Si yo paro, varias familias quedarían afectadas y eso no lo puedo permitir”, asegura.
SIN MULO NO HAY MONTAÑA
A casi 1 000 metros sobre el nivel del mar, donde la selva se enrosca sobre las piedras y el polvo se enloda con la niebla, existe baja cobertura celular, pero hay mulos y eso lo dice todo, afirma Over Ruiz Urquiza, presidente de la Unidad Básica de Producción Cooperativa (UBPC) Enrique Villegas, a la cual pertenece Ismael.
Y agrega: “Los muleros o arrieros son infraestructura viva. Sin ellos, el Plan Turquino colapsaría en estas lomas”.
César termina en la escuela a las 12 del día y corre para la finca de su abuelo donde lo ayuda en la crianza de los mulos. Foto: Yosdany Morejón.
Por eso, bajo su coordinación, dichos animales han cobrado un protagonismo que no se lograba hacía décadas en estos parajes: “Nunca en la historia de la UBPC habíamos utilizado tanto a los mulos. El problema de combustible y la dispersión de lugares hace imprescindible este medio porque el mulo llega hasta por donde no puede pasar ni un carro”, cuenta Ruiz Urquiza.
Y es verdad. Cuando el barro tapa las veredas en temporada de lluvia, cuando los sacos de arroz se atascan en la trocha o la nueva tanda de paneles solares debe subir a casas sin electrificación, estos animales afrontan la pendiente con paso firme.
El proyecto más audaz de la cooperativa nace de la urgencia: un programa de reproducción para rescatar la tradición mular. “Compramos crías en el municipio de Fomento, pero eso no basta”, explica Over.
Ismael aprendió el oficio de su padre y hoy es uno de los pocos arrieros activos en la provincia de Sancti Spíritus. Foto: Yosdany Morejón.
Con apoyo de la Empresa Agroforestal del territorio, ya preparan un área para 10 yeguas reproductoras. “Queremos criar mulos fuertes, adaptados a estas lomas. Es un plan a largo plazo, pero vital”. Los campesinos ya aportan su sabiduría: algunos cruzan burros con yeguas en sus fincas y obtienen animales que dominan pendientes imposibles. “Un mulo hace el trabajo de tres bestias. Sobrevive con pasto ralo y no exige repuestos”, subraya.
Para garantizar un relevo generacional, esos ocho mulos conforman un área estable de trabajo, pero el proyecto va más allá al preparar naves y asistencia técnica para que el animal no se extinga de la montaña.
Y es que criar un mulo exige paciencia: desde el cubrimiento de la yegua hasta que el potro se fortalece, pasan tres años de cuidados, caña para engordar, curas de casco y diminutos aparejos hechos a mano; un tiempo que solo entiende quien sabe que sin mulo no hay montaña.
Por eso Ruiz Urquiza no duda: “Si desaparecen, comunidades enteras quedarían incomunicadas”. En época de lluvias, cuando los ríos tragan caminos, solo ellos llegan con medicinas o alimentos. Pero admite el desafío humano: “Son animales de carácter fuerte. A mí uno de ellos me tumbó tres veces porque traté de trepármele encima muy rápido”, afirma y ríe al recordar al ejemplar insurrecto. Aun así, insiste: “No son malos; su genio es parte de su esencia, como nosotros, los montunos”.
En pleno siglo XXI, mientras drones sobrevuelan ciudades, todavía hay quienes no saben que un mulo nace de un burro y una yegua y que tiene 63 cromosomas… “¡Por eso son tan testarudos!”, afirma el presidente de la UBPC Enrique Villegas.
Ismael Aragón López ha dedicado los últimos 30 años de su vida a mantener viva la tradición y producción mular en los campos cubanos. Foto: Yosdany Morejón.
CASCOS CONTRA EL OLVIDO
Mientras la UBPC avanza en su criadero, Ober mira más allá y afirma que necesitamos políticas que protejan este oficio porque los arrieros son héroes sin reconocimiento: “Ellos son la tecnología más antigua y eficiente que existe en estas alturas”, sentencia. Al caer la tarde, los cencerros vuelven a repicar. Su sonido anuncia que, en las lomas de Trinidad, el progreso aún avanza al ritmo pausado y terco de las bestias que nadie remplazará.
No hay jornal que equivalga al valor de su lomo. Los guajiros de Algarrobo prestan sus animales sin cobrar un peso. “Aquí hay campesinos que utilizan sus mulos particulares para la finca y para las emergencias de la comunidad —explica Ober—. Ellos saben que, si no ayudan, alguien quedará aislado”.
EL LATIDO DE TURQUINO
Los guajiros de Algarrobo prestan sus animales sin cobrar un peso y cargan en sus lomos desde medicinas hasta paneles solares. Foto: Yosdany Morejón.
Entre la espesura se oye el rebuzno apagado de los mulos. Avanzan lentos, con el aura del viejo lomerío. Cada paso es una medida de resistencia; cada carga, un acto de solidaridad. Y mientras las instituciones buscan respuestas al combustible y a la electrificación, los guajiros ya saben la verdad: sin mulos las montañas cubanas no se conquistan.
De tal forma, con cascos y silencios, se sostiene la vida en estos parajes. Y así, sin cobrar un solo peso por el servicio brindado, Ismael y sus animales cargan con la esperanza de todo un pueblo. Al descender la noche, los cencerros aún repican entre las lomas.
Mientras el niño aprende a leer las estrellas desde el lomo de “Napoleón” y el viejo mulero masajea sus manos gastadas por los senderos, una certeza perdura en la terquedad de un oficio que se niega a morir. Los mulos de Algarrobo —testigos de piedra y sudor— son la red invisible que mantiene viva la esperanza del lomerío trinitario. Su huella, profunda como los barrancos que escalan, es la marca imborrable de quienes cargan al hombro el progreso de una tierra que Cuba necesita hoy más que nunca.
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