El hombre que atrapa el viento en madera (+ fotos y video)

El hombre que atrapa el viento en madera (+ fotos y video) Cada abanico de José Miguel es un pequeño mapa de la ciudad de Trinidad. Foto Yosdany Morejón.

En Trinidad, donde las manos de los artesanos todavía dialogan con la historia, un hombre ha encontrado su manera de desafiar el tiempo: construir abanicos como casi nadie en el mundo. Los hace a mano, pieza a pieza, con la paciencia de un monje y la terquedad de quien se niega a dejar morir un arte milenario.

Algunos de esos abanicos —gigantescos, de casi tres metros— hoy sorprenden a los visitantes en el lobby del hotel Meliá Trinidad Península; otros descansan en colecciones privadas o en su propia casa-taller, en la calle Cristo, a solo unos pasos de la Plaza Mayor. Pero todos llevan la firma de José Miguel Rodríguez Cadalso, un trinitario que convirtió la madera en viento y el oficio en destino.

GIGANTES DE MADERA

En el centro de la sala de su casa se abre un abanico de 2.97 metros. Foto Yosdany Morejón.

En el centro de su sala se abre un abanico de 2.97 metros. José lo muestra con la serenidad de quien sabe que lo imposible se alcanza a fuerza de terquedad. Cada varilla fue tallada a mano, con herramientas rudimentarias, a lo largo de 26 meses y dos semanas.

“No trabajé todos los días —aclara—, pero sí al menos una hora diaria. Me tomó tanto tiempo porque todo está hecho a mano, sin máquinas, sin moldes. Imagínese pulir cada varilla con papel de lija, repasar el calado, volver a lijar. Es un proceso repetitivo, pero también es lo que le da vida a la pieza”.

Lo narra como un ritual: barrenar, calar, cerrar, lijar. Repetir, otra vez. “Si uno se desespera, no lo termina. He tenido que soltar la herramienta, darme un respiro, y al otro día volver a empezar con calma. Esto no se hace con apuro porque se rompe, se quiebra, se pierde el trabajo de meses”.

Y también se pierde el alma. “Me ha pasado de terminar un abanico y que se me caiga de las manos. Es un dolor en el alma, ni el pegamento cubre esa herida. Usted se siente vacío, como si se le hubiera roto una parte de sí mismo”.

TRINIDAD EN CADA VARILLA

Su Taller-Galería Neoclásico rompe la lógica colonial del entorno en Trinidad. Foto Yosdany Morejón.

Su Taller-Galería Neoclásico rompe la lógica colonial del entorno. Eligió ese nombre porque remite a sus primeros pasos como restaurador de retablos en la Iglesia Santísima Trinidad. “Yo soy restaurador de formación. Empecé en la iglesia, con madera antigua, con policromías. Ahí aprendí a respetar la historia y a no imponerme sobre ella. Por eso mis abanicos también llevan un poco de ese espíritu: rescatar lo que la gente a veces no mira”.

Desde entonces, cada abanico suyo es un pequeño mapa de la ciudad. “Incorporo los diseños de Trinidad en los calados: la herrería de los balcones, las rejas coloniales, los techos con alfardas, las pinturas murales. Cuando alguien abre un abanico mío se lleva, sin darse cuenta, un pedazo de la ciudad”.

Y sus obras recorren el mundo y el país. Algunos abanicos de Cadalso engalanan hoy instalaciones turísticas de la villa y unos más reposan en colecciones de España. “Yo nunca imaginé tener mis obras en esos lugares. Un día vinieron aquí varias personalidades y me pidieron abanicos para exponerlos. Desde entonces me siento parte de la marca Trinidad, aunque yo no lo busqué, fue la propia obra la que me llevó hasta ahí”.

EL MUSEO EN CASA

Algunos abanicos de Cadalso engalanan hoy instalaciones turísticas de la villa de Trinidad y unos más reposan en colecciones de España. Foto Yosdany Morejón.

Pero Cadalso no solo construye abanicos. También colecciona la memoria de su ciudad. En su casa-taller se resguardan ebanisterías del siglo XVIII, balaustradas, guardapolvos y piezas de hierro forjado que él mismo ha encontrado en excavaciones o en techos coloniales.

“Siempre quise tener un museo. No para mí, sino para mostrarle a la gente que viene hasta acá un pedacito de la historia palpable en sus manos. Me emociona cuando un niño toca un clavo forjado hace tres siglos y se queda mirando con asombro. Ahí es cuando siento que vale la pena guardarlo todo”.

En cada rincón de su casa, José Miguel ha levantado un pequeño santuario al oficio. Las paredes, cubiertas con molduras, cuentan historias de techos coloniales y de manos anónimas que forjaron la belleza en la madera. “Todo lo que ves aquí fue trabajado por mí o rescatado del olvido”, suele decir. Para él, ese universo doméstico no es solo una galería: es la materialización del diálogo entre el arte y la arqueología.

En una esquina se impone un clavo enorme, de casi cinco libras, cuya cabeza aún conserva las huellas del martillo y el sudor de quien lo forjó siglos atrás. “No quiere morir la pieza”, repite José, convencido de que cada fragmento antiguo posee un pulso vital que debe preservarse.

Lo ha limpiado con cera de abeja, lo ha protegido del óxido y lo exhibe con reverencia, como si custodiara una reliquia. Para él, ese hierro no es un objeto, sino un testigo. “Sería un hurto venderlo, porque no me pertenece; le pertenece a la historia”.

La mezcla de oficios que conviven en su taller —ebanista, restaurador, ceramista, herrero y hasta arqueólogo— revela la amplitud de su talento y su respeto por las técnicas tradicionales.

Entre herramientas centenarias, sobresale un cepillo ranurador del siglo XIX que todavía funciona con precisión. “Antes todo era a mano, no había máquina que sustituyera la mirada ni la paciencia”, afirma mientras demuestra cómo el filo de la cuchilla abre un surco exacto sobre la madera. Esa fidelidad a la obra bien hecha, sin atajos ni concesiones, es la misma que ha guiado cada abanico.

Su creatividad no se detiene en las piezas ornamentales. Además de los abanicos monumentales, trabaja en un expositor de vino y en una cruz gigantesca destinada a una iglesia de Yaguajay, réplica ampliada de la que reposa en la Santísima Trinidad. “Tuve que dibujarla en el piso, pieza a pieza, hasta verla levantarse”, confiesa.

Doce días de labor bastaron para devolverle forma a la fe. Así, entre reliquias, maderas centenarias y nuevos proyectos, José Miguel sigue entrelazando historia y creación, convencido de que el arte, cuando se hace con amor, también puede vencer al tiempo.

PASIÓN HEREDADA

En cada rincón de su casa, José Miguel ha levantado un pequeño santuario al oficio. Foto Yosdany Morejón.

Lo que sostiene cada varilla no es solo madera, es pasión. “Si no existe pasión, no hay resultado. Ni en los abanicos, ni en un piano, ni en nada. Eso les digo siempre a quienes me rodean: hay que estar enamorado de lo que uno hace para lograr éxito. Yo no trabajo para hacerme rico, yo trabajo porque me gusta, porque siento que nací para esto”.

Esa pasión lo ha acompañado desde sus 16 años, cuando en el 2008 comenzó a fabricar abanicos inspirado en una pieza arqueológica que lo marcó para siempre. “Era un abanico deteriorado, encontrado en una excavación. Yo me pasaba horas mirándolo, preguntándome quién lo habría usado, en qué fiesta, qué música habría sonado aquella noche. Ahí me dije: Yo quiero devolverle vida a esto”.

Con la misma devoción que dedica a los abanicos monumentales, elaboró, bajo lupa, uno minúsculo que obsequió a una doctora vinculada a la creación de la vacuna Abdala. “Quizás sea el más pequeño del mundo. Lo hice como homenaje al esfuerzo de esa mujer y de los científicos cubanos. Era mi manera de decir gracias con lo único que sé hacer: abanicos”.

ENTRE VISITANTES Y CELEBRIDADES

En Trinidad vive José Miguel Rodríguez Cadalso, un artesano que desde los 16 años se empeña en salvar un oficio casi extinto. Foto Yosdany Morejón

Su casa-taller se ha convertido en parada obligada. Por allí han pasado las esposas de ciertos embajadores de Canadá y Vietnam, una maquillista de Coco Chanel y hasta Miss Paraguay, quien no resistió retratarse junto al “abanicó grande” de la sala.

“Me sorprende la reacción de la gente. Algunos no pueden creer que todo sea hecho a mano, otros me preguntan si no tengo máquinas escondidas. Y yo les digo que no, que lo único que tengo es paciencia. Incluso un visitante me dijo un día: ‘Usted no fabrica abanicos, usted fabrica milagros’. Esa frase no se me olvida”.

La magia, sin embargo, no se limita a la visita. En el taller de Cadalso la madera antigua espera paciente a ser transformada. Una viga de cedro del siglo XIX, dañada por el tiempo, se convierte en materia prima para cuatro abanicos estándar. Nada se desecha: lo que no sirve para tallar recibe cera de abeja y prolonga su vida.

“Yo soy enemigo de botar la madera. Cada pedazo tiene historia, cada astilla tiene memoria. Cuando rescato un listón viejo siento que les devuelvo voz a quienes lo cortaron, lo pulieron, lo colocaron en una casa hace siglos”.

LA HUELLA DE UN TRINITARIO

Lo que distingue a Cadalso no es solo su habilidad técnica, sino su sentido de pertenencia. Sus abanicos, grandes o pequeños, no son objetos decorativos: son fragmentos de Trinidad, de su historia y de su gente.

“Yo creo que, si no hiciera esto, no sería yo. No solo soy artista, también coleccionista, museólogo, un poco de todo. Mi obra forma parte del patrimonio de esta ciudad, aunque no siempre esté en un museo”.

Por eso, pese a las ofertas tentadoras, no vende las piezas arqueológicas que guarda. “Me han querido comprar hierro, madera, piezas enteras de ebanistería, pero yo no puedo. No sabría dormir después. Eso no se vende, eso se conserva”.

A veces se pregunta qué pasará cuando ya no pueda sostener la gubia o cuando sus manos no tengan la fuerza suficiente para tallar la madera. “Lo que quiero es que quede el ejemplo y que alguien siga el camino. Si un muchacho se interesa y quiere aprender, yo le enseño sin cobrarle un centavo, porque no se trata de dinero, sino de que el arte no muera”.

Esa voluntad de enseñar le ha permitido compartir secretos con jóvenes artesanos de la villa. Les repite una y otra vez que la primera herramienta no es el formón ni la lija, sino la paciencia. “Si no la tienen, mejor no lo intenten. El abanico no se hace en un día ni en una semana; se hace en el tiempo que él mismo te va pidiendo”.

Quizás por eso muchos lo miran como un guardián de la madera, alguien que insiste en rescatar un objeto casi olvidado. Pero él sonríe y responde: “Inútil no, porque cada abanico mueve aire, refresca, alegra y más en tiempo de apagones. Lo que yo hago no es pasado, es presente. Y mientras tenga fuerzas, seguiré atrapando el viento en madera”.

En una ciudad que vive de su pasado y respira su artesanía, José Miguel Rodríguez Cadalso ha encontrado la manera de prolongar ambos: con madera, con fe y con la obstinación de quien se sabe heredero de una historia. Porque, en definitiva, cada abanico suyo es más que un objeto: es el gesto de un trinitario que aprendió a domesticar el viento.

 

Conozca más sobre la vida y obra de José Miguel Rodríguez Cadalso en el siguiente video: https://youtu.be/Frxy-0cCaEs

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