La recompensa de Milagro
Cada miércoles, cuando el reloj avanza sin prisa en el Área Norte de Salud de la ciudad de Sancti Spíritus, se abre una puerta que guarda secretos y esperanzas. Entra un muchacho cabizbajo, luego otro con los ojos turbios, y también un hombre que carga en su piel el desgaste de muchas madrugadas. Todos llegan con la misma mochila invisible: una adicción que les roba pedazos de vida.
Del otro lado, con paciencia de artesana, aguarda Milagro de las Mercedes Alonso Abreu. Su nombre, que parece premonición, ha sido desde hace más de dos décadas un amparo para quienes creen que ya no hay regreso. Psiquiatra por más de 30 años, profesora auxiliar en la Universidad de Ciencias Médicas de la provincia, pionera en la Consulta de Adicciones, ha aprendido que la ciencia cura, pero que la ternura también salva.
Habla sin aspavientos, con la calma de quien carga muchas historias en los hombros: “Estos pacientes cursan por varias etapas antes de llegar a la rehabilitación. Primero tienen que reconocer la adicción y disponerse a iniciar el proceso. Muchos empiezan la consulta y la abandonan por una recaída. Con el alcohol lo vemos con frecuencia. Sin embargo, hemos logrado rehabilitar a varios y con las drogas, aunque es más difícil, también hemos tenido resultados. Me siento contenta porque los jóvenes están dando pasos firmes”.
Lo dice con voz suave, pero en ella late la convicción de quien ha visto a hombres y mujeres levantarse de las cenizas. Porque, al contrario de lo que piensan algunos, un adicto no es un caso perdido: es alguien en guerra consigo mismo. Y la psiquiatra lo sabe.
A veces, el origen del consumo cabe en un gesto banal: un grupo de amigos, una salida, la presión de imitar al otro. Así empieza el primer contacto con el químico, como llaman en la calle a los cannabinoides sintéticos. “Quieren pertenecer —resume la especialista—, y lo que al inicio parece un juego se convierte en adicción”.
Pero lo que comienza como imitación termina por desbaratar hogares enteros. Ella recuerda un caso que la marcó: un joven con una hija pequeña y una esposa que se negaba a rendirse. “Estaba deprimido, con ideas suicidas. Hubo que tratarlo también por depresión. Poco a poco lo fuimos acompañando. Hoy ha vuelto a su oficio de barbero, ha recuperado clientes y, sobre todo, se ha recuperado a sí mismo. Esos son los momentos que gratifican”.
En sus ojos se adivina la escena: aquel muchacho irreconocible que un día se levantó del abismo y volvió a reír.
La vida también la puso a prueba puertas adentro. Durante 11 años, su madre permaneció encamada, y a Milagro le correspondió el deber más íntimo: cuidarla día y noche. Lo hizo con la devoción de una hija y con la disciplina de quien que entiende que el amor es también una forma de tratamiento.
Pudo haberse apartado entonces de sus pacientes, alegar que las circunstancias no le dejaban espacio, pero jamás lo hizo. Solicitó autorización para atenderlos en un pequeño consultorio médico colindante con su casa. De ese modo, se las arregló para que ni el amor filial ni la vocación quedaran en deuda.
Allí, en ese consultorio improvisado, se multiplicaba cada día: de la cama de la cama de su madre a la silla frente al paciente, del gesto amable al consejo firme, de las confidencias domésticas a las historias desgarradoras de las drogas. Nunca interrumpió la consulta; nunca dejó de creer en la rehabilitación. Porque para ella la vida se trata justamente de eso: de no abandonar a nadie, ni a los de casa ni a los de afuera.
Más de 30 años como psiquiatra alcanzan para acumular cicatrices propias. Sin embargo, Milagro aprendió a protegerse con un círculo invisible: “Si cargáramos con cada problema, sería imposible ayudar. Lo que debemos hacer es dar herramientas, ofrecer salidas”.
Por eso cada miércoles, en la consulta, lo que parece apenas un trámite se convierte en un ejercicio de resistencia. Allí se habla de recaídas, de tentaciones, de días buenos y de otros más oscuros. Allí se aprende a caminar otra vez.
“Siempre les decimos que la ley es la abstinencia total —explica—. No hay medias tintas. Solo así pueden sostener el proceso”.
Sabe también que, sin la familia, la rehabilitación es como una casa sin cimientos. “Cuando no hay soporte familiar, es mucho más difícil que el paciente avance. El afecto y la atención marcan la diferencia. No se trata solo del medicamento ni de la consulta, sino del entorno que lo sostiene”.
Quizás por eso insiste en mirar más allá de la dolencia. Para ella, la Psiquiatría no es una especialidad fría ni un catálogo de diagnósticos. Es entrar al territorio más complejo del ser humano. “Usted puede sobrevivir a un infarto y seguir funcionando, pero si la mente se enferma, el deterioro puede ser devastador”.
Milagro no habla de estadísticas, sino de personas. Para ella, cada paciente es una historia en construcción. Y cada recaída, una pausa, no un final. “Sabemos el sufrimiento que trae un paciente adicto tanto para él como para su familia. Y nos gratifica ver cómo aplican lo aprendido en su vida. Esa es nuestra mayor recompensa”.
Treinta años después, se sabe donde quería estar. Eligió la mente porque la encontró fascinante, misteriosa y porque entendió pronto que no hay salud sin equilibrio interior. Así, en Sancti Spíritus, la doctora encarna lo que su nombre anuncia: un milagro posible o al menos la oportunidad de intentarlo.
En ese espacio pequeño, entre lágrimas, recaídas y pasos firmes, ella insiste en que siempre habrá un lugar para la esperanza. Porque en la lucha contra las drogas, como en la vida misma, no ganan los que corren más rápido, sino los que se atreven a sostener el camino.
Y allí, cada miércoles, la doctora Milagro confirma que sanar también puede ser un acto de fe en uno mismo.
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