Guajiras de corazón
A esa hora en que el rocío todavía se aferra a la hierba y el primer gallo corta el silencio, Sancti Spíritus ya tiene mujeres en pie, atadas a la tierra por un lazo más fuerte que la sangre. Son guajiras de corazón, forjadas entre el olor a surco recién abierto, el mugido que despierta la vaquería y el calor tibio de la leche recién ordeñada. No heredaron solo hectáreas; recibieron un modo de vivir que se defiende con el cuerpo, el alma y la terquedad de quien sabe que la tierra no es de uno… hasta que se suda sobre ella.
Lejos de las luces de la ciudad y de los caminos asfaltados, ellas ponen a germinar la esperanza cada día. Con manos curtidas y miradas limpias, siembran, crían, cosechan y alimentan a un pueblo, mientras el horizonte se tiñe de sol y polvo. En ellas palpita el pulso de una provincia que amanece trabajando, convencida de que la mejor cosecha es la que se comparte.
LA REINA DE LOS CABALLOS
Si algo distingue a Marilín es la devoción por sus caballos y no habla de ellos como animales de trabajo, sino como familia. Foto Yosdany Morejón.
En un punto del municipio espirituano de Taguasco, donde la campiña todavía respira a golpe de relinchos, mugidos y olor a hierba recién cortada, vive Marilín Rodríguez Hidalgo. Aquí, los caminos polvorientos terminan siempre en algún corral y las madrugadas se inauguran con el canto de un gallo o el chiflido de un guajiro llamando a sus animales.
Marilín no tuvo que buscar su vocación, la llevaba en la sangre. “Mi madre fue una persona de campo y mi padre, un gran ganadero. Aprendí de él lo poquito o lo mucho que sé. Seguí sus reglas y su manera de trabajar”, recuerda, mientras acaricia el cuello de una yegua que parece entender cada palabra.
La finca Maruca es un inventario vivo del campo cubano: 57 reses que ahora descansan a la sombra, 12 caballos que relinchan con solo escuchar su voz, más de 40 ovinos y caprinos de raza pura blanca, guanajos que pasean con aire de dueños y gallinas que se cuelan entre las patas de las bestias. “El campo lleva a tener un poco de cada animal para vivir”, dice, como si enumerara una verdad de siempre.
Si algo la distingue es la devoción por sus caballos. No habla de ellos como animales de trabajo, sino como familia: “Siempre he sentido mucho amor y respeto por ellos. Los quiero mucho. El que me cuide un caballo mío, siempre lo voy a querer; el que me lo odie, siempre lo voy a odiar”. Esa entrega ha dado frutos: ha participado en concursos nacionales e internacionales y acumula 10 años consecutivos en primer lugar en las pruebas de mujeres a la pista (rodeo): zigzag, cambia posta, barriles, coleo, ternero.
Entre todas sus yeguas, dos ocupan un lugar imposible de llenar: “Maruca y Muñeca… Se me murieron y yo misma las enterré. Si la familia se entierra, ellas también. Todavía las lloro porque las quise como a mis padres”. Hoy, las hijas de aquellas campeonas galopan por sus potreros, con la misma fuerza y elegancia heredadas.
Para criar un buen caballo, no basta con pasto y agua: “Hace falta una buena yegua, mucho amor, pasión, comida, cuidado, unión con él…; que lo llames y te relinche, que te obedezca porque tú le das todo lo que necesita”. Esa conexión, asegura, se cultiva a diario, desde el momento en que se abre la puerta del corral hasta el último paseo antes del anochecer.
El ganado mayor también demanda su ciencia: “Sal, agua limpia, forraje bueno, caña en tiempo de seca, cura de parásitos… todo eso lo tienes que vigilar como si fueran niños”. Y aquí, en la finca, cada animal tiene un nombre y un llamado distinto. “Mariposa, ven… ven, Cucaracha, ven…”, entona, y basta que termine la frase para que una vaca negra asome la cabeza por encima del bejuco. “Hasta a mis trabajadores los llamo de forma distinta”, bromea.
Pero no todo ha sido trote triunfal. Marilín también sabe lo que es medir la fuerza de la gravedad desde una montura. “La caída más grande fue de arriba de un puente, montada a caballo. Me caí con él para abajo. Por suerte, el río no tenía mucha agua, porque yo no sé nadar, pero me partí la pelvis”. Lo cuenta con una sonrisa ligera, como si hablara de un recuerdo lejano, aunque aquel día, después de reincorporarse, todavía montó de regreso a casa antes de ir al médico.
No ha sido la única vez que se ha lastimado. Ha tenido fracturas de cráneo y otros golpes duros, pero el miedo no se le pega. “Lo que sí me daría miedo es no poder montar más. Eso sí sería un susto”. Tiene 56 años y la agilidad de una mujer que ha pasado la vida sobre un caballo. Sabe que, con el tiempo, la edad pasará factura, pero no piensa en dejar la silla de montar. “La edad no acompaña con los caballos, pero mientras pueda, voy a seguir”, aclara.
Su día empieza antes de que el sol pinte las primeras luces en los potreros. Desayuna un café fuerte, reparte el pienso, revisa las cercas, limpia las pesebreras. Si hay que ir al pueblo, deja todo listo antes de la partida. Pero casi nunca aguanta más de dos días lejos: “Cuando estoy en el pueblo, me dan ganas de regresar… porque allá se me queda algo que aquí tengo: mis animales”, comenta.
En medio de su trabajo, también aparta un espacio para la solidaridad. Parte de lo que produce —carnero, arroz, frijoles, vianda, leche— lo entrega gratis a hogares de ancianos, maternidades y familias necesitadas. “No me interesa cobrarlo. Lo doy con orgullo porque lo necesitan los niños, las embarazadas, los ancianos”.
Si se le pide que defina el campo, la respuesta llega sin pensarlo: “Es una gran Cuba chiquita, muy bonita. Cuba con campo es lo más hermoso que tiene el mundo”. Y cuando el tema son los caballos, apenas necesita una frase: “Mis hijos. Mis ídolos”.
En sus terrenos, donde las tardes huelen a pasto fresco y las noches se iluminan con luciérnagas, Marilín es la mujer que, después de una caída desde un puente, volvió a subirse al caballo como si nada. Porque para ella la vida en el campo es así: dura, leal, impredecible, pero siempre hermosa.
Conozca más sobre Marilín Rodríguez Hidalgo y sus caballos en el siguiente video: https://youtu.be/vkL9LMvh4Y4?si=Gk_H9_Ws4LYRitKr
EL LEGADO DE LOS CAPUCHAS
Mirta Díaz Nogueras sueña con convertirse en una gran productora de aceite comestible. Foto Yosdany Morejón.
Mirta Díaz Nogueras conoce el valor de la tierra porque la ha visto florecer bajo sus manos. No se lo contaron; lo aprendió desde niña, entre vacas, surcos y madrugadas frías que olían a café recién colado. Aunque la vida la llevó a graduarse de Contabilidad y Finanzas en la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas, nunca se sintió del todo en casa entre papeles y balances. Su verdadero espacio estaba aquí, en el mismo punto de Taguasco donde nació, con el horizonte abierto y el cielo a la distancia de un suspiro.
Será porque Mirta nació en medio del campo y ese vínculo no se rompe con un título universitario. “Siempre me gustó el campo. Estudié porque me gustan los libros, pero cuando terminé la carrera me di cuenta de que lo mío, en realidad, era esto”, confiesa.
El retorno no fue un paso atrás, sino una elección consciente, un tributo a sus raíces y, sobre todo, a la memoria de su padre, ya fallecido, a quien la finca debe su nombre. “A mi papá le decían el Capuchas desde niño, por una serie que había en la televisión. Un día, antes de que él muriera, le pregunté cómo se llamaba la finca y me dijo que no tenía nombre. Yo misma decidí ponérselo en su honor”.
En ese pedazo de tierra, que ahora lleva el apodo familiar como estandarte, Mirta se ha abierto camino como productora. Su mayor orgullo es el aceite de ajonjolí, un producto que empezó casi como un experimento, inspirado por la finca ecológica de José Antonio Casimiro. “Ellos lo sembraban sin productos químicos y me animé. Desde la primera cosecha me quedé asombrada y decidí seguir sembrando hasta hoy”.
El tiempo le ha dado la razón: ha llegado a vender más de 200 litros en un solo mes, sobre todo en las ferias dominicales de su municipio, donde al principio tuvo que convencer a más de un cliente escéptico. “Les explicaba, les hablaba… y una vez que lo probaron, se encantaron. Después me buscaban cada fin de semana”.
En un mercado golpeado por la escasez, Mirta ofrece el aceite a precios más módicos, un gesto que, asegura, es tan gratificante como el propio trabajo. “Me siento satisfecha porque, en la situación que vive el país, poder ayudar a la gente es algo maravilloso. Me enorgullece que las personas consigan un producto bueno y más barato”.
Pero no se limita al ajonjolí. Sueña con convertirse en una gran productora de aceite comestible, diversificar con ajíes y tomates, y seguir ampliando la finca. Siempre, eso sí, con el mismo apego por la vida rural. “Me encanta levantarme temprano y escuchar los gallos, las gallinas, los pájaros…, eso no tiene comparación. No me imagino lejos del campo, para nada”.
Mirta habla de su padre como si aún supervisara cada surco y sabe que él se sentiría orgulloso. “Siempre fui trabajadora, me gusta que todo esté correcto y bien ordenado. Donde quiera que esté, debe sentirse muy feliz de lo que hago. A mí me queda esa satisfacción”, concluye.
Acérquese más a la vida de Mirta Díaz Nogueras y su aceite de ajonjolí en el siguiente video: https://youtu.be/oQ19OpCjeS4?si=sXG79rP-txEvtsDp
MIRELKIS Y SU PACTO CON LA TIERRA
El carretón abre surcos en el polvo cada mañana y, sobre él, Mirelkis Morales Pérez —campesina de pura cepa en Yaguajay— sujeta las riendas con manos endurecidas por los hilos invisibles de la vida dura del campo.
Llueva, truene o relampaguee, allí está, fiel al compromiso que alguna vez les hizo a sus padres, guajiros de toda la vida. “Soy nacida y criada en el campo. Siempre que cogí las tierras, sus frutos fueron para producir leche”, asegura con la voz firme que solo regalan los años de ordeño y de madrugadas sin reloj.
Sus números no mienten: cada día entrega un promedio de 29 litros; al mes, más de 850; y al año, casi 9 000. “Estoy cumpliendo al ciento por ciento”, dice con el orgullo de quien sabe que no hay milagros, sino sudor, constancia y un amor profundo por la tierra y sus animales. La finca —cedida por la Empresa Agroindustrial de Granos Valle del Caonao— no es para ella un simple terreno: es su casa, su herencia, un trozo de vida domado a fuerza de caricias, sacrificios y manos encallecidas.
“Hay que trabajar con lo que aparece, que ahora no es mucho, pero hay que adelantar todo lo que se pueda y con lo que tenemos a mano”, comenta con esa resignación valiente de quienes saben que la tierra nunca regala nada.
En su memoria también caben sustos grandes. “Lo peor que me ha pasado es que me fajó una vaca parida; me cayó atrás y tuve que pasar por debajo de una cerca para salvarme”, relata sin dramatismo. Por eso repite: “Esto tiene que nacer dentro de uno para que te guste, porque las condiciones son muy duras y el trabajo es difícil”.
Hija y esposa de veterinarios, Mirelkis se define como aprendiz de la vida. “No fui veterinaria de profesión, pero nací ahí”, dice, mientras describe las noches en vela cuidando alumbramientos de vacas o puercas, con la casa entera movilizada. Mantiene 17 vacas en ordeño, tan cerca de su cuarto que “si no estás ahí, no puedes sacarlos adelante”. Sus saberes no provienen solo de manuales, sino del lenguaje de las nubes que anuncian tormenta, del crujir de las cañas de maíz y del temblor de la tierra cuando el ganado baja al abrevadero.
Tiene dos hijas —una en séptimo grado y otra de tres años— y se las arregla sola en la finca. “No tengo a nadie trabajando conmigo en la casa, pero se hace todo. Hasta ahora pienso seguir. No importa que seas mujer o hombre, todo es querer y gustarte”, afirma con esa seguridad que dan los días vividos entre el sol y la luna. Y cuando un animal enferma, no hay tiempo que valga: “Sí, he dormido al lado de uno enfermo. No se duerme; se pasa la noche despierta, pero hay que hacerlo”.
Para ella, la leche es más que litros en una libreta: es alimento para niños y ancianos, una causa que la mueve cada amanecer. Al caer la tarde, cuando el sol se despide sobre los potreros, Mirelkis mira el horizonte y sonríe. No usa reloj; su tiempo lo marcan las ubres, las lluvias y el viento que juega entre las hojas. Nació en un campo de Yaguajay y allí seguirá, porque nada le resulta más auténtico ni más suyo que escribir, día tras día, la historia entre el polvo y la leche fresca de sus reses.
No te pierdas nada. Únete al canal en WhatsApp de Radio Sancti Spíritus.