Empoderamiento femenino entre cabras en Yaguajay
El canto de los gallos aún no rasga el silencio del campo, cuando Leticia Caridad Piedra, camina entre las naves donde rumian 320 cabras. El aire, cargado del aroma a hierba fresca y tierra mojada, lleva también un eco de libertad. “Aquí no solo ordeñamos chivas; ordeñamos futuro”, confiesa esta campesina de manos curtidas que dirige la finca del Centro de Desarrollo Caprino, ubicada en el municipio espirituano de Yaguajay.
Junto a otras cinco mujeres, Leticia teje una epopeya silenciosa: convertir establos en trincheras de empoderamiento femenino.
Las mujeres que laboran en la finca llegaron de comunidades donde casi no existían opciones dignas de empleo. Foto :Yosdany Morejón.
Hace cuatro años, esta tierra era solo un proyecto incipiente de la Unidad Básica de Producción Cooperativa (UBPC) Caguanes. Hoy, bajo el apadrinamiento del proyecto ALASS (Autoabastecimiento Local para una Alimentación Sostenible y Sana), se ha transformado en un santuario laboral para mujeres rurales.
Muchas llegaron de comunidades donde casi no existían opciones dignas de empleo. “Comenzamos con dos compañeras, pero hoy somos seis guerreras”, afirma Leticia mientras acaricia el lomo de una cabra.
Su voz resuena como un manifiesto en el contexto del Programa Nacional para el Adelanto de las Mujeres, que busca derribar barreras históricas y resume el sentir y la voluntad política del Estado cubano.
En esta finca donde el balido de las cabras se mezcla con risas femeninas, la rutina es un ritual de resistencia. Antes del amanecer, limpian establos, preparan alimentos y apoyan el ordeño con manos expertas. Parte del rebaño pasta en cuartones cercanos —terrenos rotados para preservar pastos—, mientras algunas permanecen en naves techadas. Dos estructuras ya funcionan, una tercera se levanta con bloques y sudor, y una cuarta se diseña en papeles pintados de esperanza. Su meta es ambiciosa: llegar a 500 cabras. “Actualmente trabajamos con un rebaño criollo pero el objetivo es mejorar la raza”, añade.
El milagro no solo se mide en cifras, sino en pomos de yogurt y queso artesanal. “No son producciones industriales, pero llevan el sabor de nuestro esfuerzo”, dice. Los productos viajan a ferias comunitarias en Yaguajay y Mayajigua, con apoyo logístico del Gobierno local que facilita el combustible. La carne, por su parte, se vende a un consejo popular para alimentar a familias vulnerables.
Detrás de cada logro hay batallas ganadas. Leticia recuerda sus inicios: “Nací en el campo, pero jamás había trabajado con ganado menor. Aquí mejoré en salario, relaciones y conocimientos”. Hoy, sus ingresos han llegado a superar los 7 000 pesos mensuales —mucho más que sus empleos anteriores—, dinero que aporta a la economía del hogar.
La meta es llegar a las 500 cabras próximamente. Foto: Yosdany Morejón.
Pero el empoderamiento va más allá de lo material. Estas mujeres han aprendido a inseminar animales (73 ya llevan su sello genético), montan a caballo para pastorear y hasta ordeñar cuando faltan los hombres y dominan técnicas de nutrición animal. “Hemos hecho hasta lo imposible. Si un pastor falta, nosotras asumimos. ¡Nada nos detiene!”, exclama Leticia, mientras ajusta su sombrero de yarey.
La armonía entre el trabajo y el hogar es una coreografía colectiva. Esposos que cocinan, hijos que cuidan animales domésticos, vecinas que apoyan en tiempos de crisis. “Nos compartimos las tareas como hermanas de sangre”, explica. Cuando una debe ausentarse, las otras cubren su turno con naturalidad. Esta red solidaria refleja el espíritu de “las chiveras”, como se les conocen en Yaguajay, donde la unión de emprendedoras transforma comunidades.
Su impacto ya trasciende los cercados de la finca. Vecinas preguntan cómo unirse al proyecto y jóvenes campesinas las miran con admiración. “Queremos emplear a más mujeres”, revela Leticia, quien también apuesta por instalar paneles solares en la nave y sueña con un taller de procesamiento que convierta a ese municipio en referente caprino para el país.
Al caer la tarde, mientras las cabras regresan a sus corrales, ella contempla el horizonte. Sabe que su lucha no es solo por pomos de yogur o bloques de queso, sino por demostrar que en el campo las mujeres escriben su propia historia.
“Yaguajay es mi tierra y aquí hemos sembrado una verdad: no hay nada imposible para nosotras”. Entre balidos y risas, estas seis mujeres han descubierto la fórmula más antigua y poderosa: la libertad se cultiva con manos que ordeñan, mentes que innovan y corazones que no piden permiso para cambiar el mundo.
Este proyecto de criar e inseminar cabras ha cambiado la vida de 6 mujeres que viven en comunidades rurales de Yaguajay. Foto: Yosdany Morejón.
LA CLAVE ESTÁ EN EL EMPEÑO Y EL SACRIFICIO
Cuando el sol de la mañana pinta de oro los establos, Kenia Portal Martínez carga brazadas de pasto fresco. Sus manos, ágiles y seguras, distribuyen el alimento mientras saluda a cada cabra por su nombre: “¡Pinta, no empujes! ¡Luna, deja comer a tu cría!”. Hace dos años, Kenia solo conocía este lugar de noche, cuando hacía guardias. Hoy, su vida late entre estos corrales. “El trabajo me gusta mucho. Todo lo que hay que hacer lo hago con ganas y lo hago bien”, confiesa con una sonrisa que le ilumina el rostro.
Su historia es un testimonio de reinvención. “Antes sentía que me faltaba algo; ahora construyo y tengo un propósito”, dice mientras acaricia a una chivita blanca. El salario —más del doble de lo que ganaba en trabajos ocasionales— le permitió hacer algunos arreglitos en casa. Pero lo que más valora es lo intangible: “Este es mi hogar, mi familia —señala a sus compañeras—. Entre todas nos ayudamos mucho. Aquí me enseñaron que no hay límites para una mujer del campo”.
Para Kenia, las cabras son cómplices de su transformación: “¡Son caprichosas, cabezonas, pero lindísimas!”, ríe al ver cómo una chiva roba heno del comedero. Su jornada empieza al amanecer y termina cuando las últimas crías están alimentadas. “Antes pensaba que el campo era solo sudor. Ahora sé que es la vida misma”.
En el rincón más fresco de la nave, Yaritza Hernández Cedeño envuelve en una manta a un chivito recién nacido. Le acerca al pezón de la madre, paciente, hasta que el animalito mama con fuerza. “Si nace flojo, hay que ayudarlos a los dos: a la cría y a la madre”, explica. Esta es su rutina desde hace dos años y medio, cuando dejó su trabajo como custodio nocturno en la escuela Máximo Gómez de la comunidad.
Yaritza es la encargada de la limpieza, pero su rol va más allá: cura heridas, asiste partos, prepara biberones para crías huérfanas. “Lo que hay que hacer, se hace. Con los animales se aprende rápido”, afirma. Su maestro fue el instinto y la observación: “Vi a la veterinaria y copié: inyectar, vendar, auxiliar. ¡Hasta sé detectar una infección por el brillo de los ojos!”.
Su vida dio un giro radical. “Mejoré el salario, las amistades, todo”, cuenta mientras recoge la hierba con un rastrillo. Antes, las guardias cada dos noches la alejaban del hogar. Ahora, aunque trabaja “desde que amanece hasta que oscurece”, su familia está completa, pese a que al principio no lo entendía: “Esto no tiene precio”, afirma.
¿Las cabras son difíciles?, pregunta el periodista: “¡No! —ríe traviesa—. Me han comido la ropa, pero jamás me han mordido. Son nobles si las tratas con respeto”.
Para Yaritza, este proyecto es más que un empleo: “Aporto a que mi pueblo tenga comida. Eso me hace sentir realizada”.
Estas mujeres han aprendido a inseminar animales y 73 ya llevan su sello genético. Foto: Yosdany Morejón.
EL LATIDO DE UN PROYECTO
Esta finca del Centro de Desarrollo Caprino de Yaguajay no es solo un modelo productivo; es un acto donde el empoderamiento florece entre balidos y biberones para chivos. Donde antes estas mujeres solo veían animales de corral, hoy dominan el arte de la inseminación artificial, diagnostican enfermedades y transforman leche en yogur con precisión de bioquímicas.
Yaritza, con las manos enjabonadas tras desinfectar los establos, recuerda su evolución: “La primera vez que inyecté una cabra temblaba. Hoy capacito a otras compañeras”. Este conocimiento las ha convertido en ingenieras del campo. Sus delantales manchados de leche son batas de laboratorio en un santuario donde los estereotipos de género se desmoronan cada mañana.
De las cabras, estas mujeres obtienen leche, con la cual luego elaboran productos como queso y yogurt. Foto: Yosdany Morejón.
“Esto no es solo criar cabras”, sentencia Yaritza mientras observa la tercera nave en construcción. Es crear un mundo donde ninguna mujer rural vuelva a creer que su destino es servir café en silencio. El olor a heno fermentado que impregna sus ropas es el perfume de una revolución.
Justo antes del crespúsculo, Kenia y Yaritza caminan juntas hacia el punto de reunión. Llevan en las botas barro de los establos; en las manos, el aroma a leche fresca; y en los ojos, el brillo de quien ha conquistado su lugar. “Antes nos decían: ‘El campo es para hombres’. Hoy demostramos que es para quienes lo aman”, sentencia Kenia.
Esta finca es un símbolo de lo que ocurre cuando políticas de igualdad se siembran en tierra fértil. “Las chiveras” de Yaguajay no solo crían cabras: cultivan un modelo donde la sostenibilidad se escribe con letras de mujer.
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