Arturo el gordo
Una mañana de domingo, como siempre, compartíamos mi gran amigo Arnaldo y yo. Recordábamos personajes famosos, como El Caballero de París, La Marquesa de La Habana, y el hombre de la sirena…
—¡De ese me acuerdo bien! Yo era niño, pero cuando me llevaban a la pelota, si jugaba el club Habana, cuando amenazaba con hacer carreras, se levantaba aquel hombre en las gradas, vestido todo de rojo —el color del club— y hacía sonar una sirena que levantaba al público…
Después de ese recuerdo de mi fraterno, le solté lo que tenía bajo la manga:
—Ahora voy a hablarte de Arturo El Gordo.
—¿Arturo El Gordo? —¡lo estremecí! — Ven acá, Gaspar, ¿quién es ese, si se puede saber?
—Él era un tabaquero, vivebién, jugador y ocioso a más no poder. Pesaba más de doscientas libras y vivía orgulloso de eso.
— Con esa vida, mi hermano, era imposible que fuera flaco. Pero, ¿qué de importante tenía como para que hablemos de él?
—Arnaldo, te confieso que no lo supe hasta que leí el libro Cualquier tiempo pasado fue… del querido e inolvidable Eduardo Robreño.
—Entonces, voy a salir de dudas…
— Completamente. Te explico: Arturo El Gordo se llamaba, realmente, Arturo Lorenzo. Y, además de todo eso que te dije (tabaquero, vivebién, ocioso y jugador), era un criollo de ocurrencias increíbles.
—A ver, Gaspar, cuenta…
— Escucha esto: Arturo El Gordo quería ser hombre de letras. Con esa aspiración iba a codearse con los intelectuales en sus visitas al Café Alhambra. Un día en el café se encuentra con varios amigos, entre ellos Don Joaquín Robreño. En medio de la conversación dice: “Les voy a leer unos versos que acabo de escribir.” Empieza a leer: “Guarneciendo de una ría / la entrada incierta y angosta, / sobre un peñón de la costa / que bate el mar noche y día…”
— Está bonito eso, la verdad… —inoportuna interrupción de Arnaldo.
— Sí, pero no lo había escrito Arturo El Gordo. Era la primera décima de El Vértigo, de Núñez de Arce…
—¡Dígame usted! ¿Y nadie le dijo nada?
— ¡Claro! El mismísimo Don Joaquín Robreño lo descubrió. Y ahí fue cuando, muy tranquilamente, Arturo El Gordo dijo: “¡Verdad que es una gran casualidad que Núñez de Arce y yo hayamos coincidido!”
—¡Qué clase de cara!
— ¿Ves lo que te dije de él? Y oye esta otra: una noche, la policía sorprende un juego de póquer y allí estaba El Gordo. Llevan a todos a la cárcel y, al día siguiente, abren causa en el Juzgado, acusados de juego prohibido. El juez les pregunta qué hacían allí. Uno de ellos dijo: “Yo no estaba jugando. Yo fui a darle un recado a un primo mío que vive allí.” El otro: “Yo no estaba jugando, yo vivo allí alquilado en un cuarto.” Otro más: “Nada, yo pasaba por allí y me dije: voy a saludar a unos amigos míos.” Hasta que le tocó a Arturo El Gordo.
—A ver qué le contestaría al juez…
— Oye esto: “Señor juez, yo estaba allí… ¡jugando!”
—¡Nooooo! ¿Fue el único que confesó?
— Escucha, escucha: Dice Arturo El Gordo: “Yo estaba allí, jugando. Y como habrá podido comprobar, dado que ninguno de estos señores estaba jugando, el único que jugaba era yo. Por tanto, tuve que jugar al SOLITARIO y, que yo sepa, ese juego no está prohibido, señor juez.”
Al final, en medio de la risa de todo el mundo, el juez le bajó la sanción a Arturo El Gordo.
“…Amigos, suficiente por hoy”.
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