Tomaba la cocina demasiado en serio
Una virtud que descubrí hace poco en mi gran amigo Arnaldo: sus habilidades culinarias. Y conste: no como cazuelero, sino, efectivamente, cocinero de los buenos.
—Hombre, Gaspar, muchas gracias por reconocerlo.
—Es que no han sido pocas las veces que he cenado en tu casa. Y sé que tú lo preparas todo. Es la verdad.
—Bueno, y aparte de todo eso, ¿a qué viene ese asunto de la cocina?
—Pues, supe de una persona que tomaba lo de la cocina demasiado en serio.
—¿Te refieres a la cocina como cocinero o como cazuelero?
—¡Como cocinero, como cocinero! —Insisto.
—No, yo lo decía porque hay gente que no sabe absolutamente nada de los quehaceres domésticos, mucho menos cocinar. Y entonces se mete en todo, da órdenes, propone, como si fuera un verdadero chef…
—No se trata de un caso así precisamente.
—¿Y entonces, Gaspar?
—Mira, Arnaldo, otra anécdota del libro “El ungüento de la Magdalena”.
—Lo imaginé. Me parece muy bien que conversemos acerca de esas vivencias populares que recoge ese libro: remedios, curas y otras cosas.
—Vamos al cuento, entonces. Resulta que, en cierta ocasión, hubo un cocinero muy singular a quien conocían como Felipe Guya.
—¿Felipe Guya?
—Felipe Guya. Así lo llamaban.
—¿Y en qué consiste (digo, si se puede saber) la singularidad de ese cocinero de nombre tan… raro?
—Te explico, tal y como lo reproduce Riverón Rojas, el autor de este libro. Lo recomiendo, por cierto.
Y entro en el tema:
—El tal Felipe Guya era un cocinero que era tan apasionado por la cocina, que en todo lo que decía utilizaba frases relacionadas con ella, de cualquier manera.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo: cuando se le preguntaba por su salud decía: Ahí, a medio salar, todavía. Y, si se le preguntaba por su mujer, Felipe Guya contestaba: Término medio con papas.
—Y… ¿cómo decía de los hijos? Porque tendría hijos, ¿no?
—Sí, los tenía. Cuando le preguntaba alguien por los hijos respondía: Con la salsa cuajada y sin ají.
—Chico, la verdad es que aquel Felipe Guya tenía pasión por la cocina…
Sabia y excepcional conclusión de mi amigo Arnaldo.
—Y déjame que te cuente esto —amplío la historia—: Un día, al testimoniante entrevistado por Riverón Rojas para su libro le salió lo que llamamos un golondrino. Entonces, fue a ver al cocinero Felipe Guya para que le sugiriera algún remedio. Y lo que Felipe le dijo fue: Mira, coge al golondrino ese y hazlo fricasé. Coge dos tomates bien maduros, pícalos a la mitad y duerme con ellos debajo de los brazos.
—¡Qué barbaridad! Imagino la reacción del pobre hombre.
—Dices bien. Cuando le contó todo al autor de este libro, confesó: No sé cómo no le dije un disparate.
“…Amigos, suficiente por hoy”.