¿Le puedo servir en algo?
Estaba seguro de que mi amigo Arnaldo, a quien le agradan mucho las estampas costumbristas, vendría con la pregunta…
— ¿Sabes alguna otra anécdota de Núñez Rodríguez?
Lo imaginaba.
— Mira, mi hermano, te recomiendo que vayas a alguna biblioteca y busques sus libros: Yo vendí mi bicicleta, Mi vida al desnudo, A Guasa a garsín…
— ¡Y dale con eso! Gaspar, ¿no vas a explicar aquí qué quiere decir eso de A Guasa…
— Busca el libro y léelo —le corto el embullo cariñosamente a mi entusiasta amigo: Después me dices.
— Bueno, pero, mientras lo busco y lo leo y todas esas cosas, ¿puedes contar algo de él?
— Hmmm… recuerdo esta que encontré, no me acuerdo del libro donde la leí. Esta es de cuando Enrique era niño. El caso es que su papá era telegrafista en su pueblo.
— En… Quemado de Güines, ¿no, Gaspar?
— Allí mismo, sí. Como telegrafista, el papá del niño Enrique tenía muchos amigos. Alguna vez más que otra, debió cumplir cuando uno de sus amigos fallecía…
— ¡Y para eso iba con su hijo! (interrupción de mi gran amigo).
— ¿Tú vivías en Quemado cuando aquello?
— No, Gaspar, ¡claro que no! Simple deducción…
— Sigo el cuento: el niño le tenía miedo a esas visitas al cementerio, porque el sepulturero, siempre que lo veía, le decía:
— ¡Y a ti, te entierro yo!
— Chico, ¡qué saludo tan tétrico, como para asustar a cualquiera!
— Aquel hombre siempre le decía así. Claro, el niño Enrique creció. Se hizo un joven y se fue para La Habana. No había vuelto al cementerio desde entonces. Algún tiempo después, Enrique volvió a Quemado. Y se le despertó la curiosidad. Quiso saber qué había sido de aquel sepulturero que le daba tanto miedo cuando era niño.
—¿Y qué pasó, Gaspar?
— Pues que, cuando llegó al cementerio, no encontró al hombre. A quien vio como sepulturero era un hombre joven, fuerte. Enrique no pudo más y le preguntó…
— …por el viejo enterrador de la comarca… —Arnaldo también conoce de boleros, aunque sean fúnebres.
— Así mismo fue. Y resulta que el joven le dijo:
— Ah, pero, ¿usted no sabe? Él murió…
— Bueno, entonces, Enrique debió suspirar tranquilo.
— ¡Que te crees tú eso!
— ¿Por qué? ¿qué pasó?
— Que cuando Enrique, ya más tranquilo, dio media vuelta para salir del cementerio, oyó a su espalda a aquel joven enterrador, que le gritaba:
— Oiga, oiga, él murió, pero yo soy su hijo, ¡¿le puedo servir en algo?!
Amigos, suficiente por hoy…