El padre de las estrellas y los papalotes

El padre de las estrellas y los papalotes

Cuando le acordonaba los zapatos, tocaba sus cabellos negros todavía no nevados. Ella tendría  seis años y ya lo amaba. Había en sus palabras soles, casas, estrellas, papalotes; zorros a los que domesticaba y se convertían en sus mejores amigos; rosas únicas a las que no juzgaba por tener espinas.

A horcajadas en su cuello volaba, veía caer las hojas de los árboles, miraba las nubes y la luna correr junto a ellos y entonces, en medio del galope nacían mil preguntas. Recuerda que se armaba de paciencia, de la paciencia de los sabios y la sentada en sus piernas y le respondía como si tuviese delante un libro viejo. Le hablaba sobre el cielo, sobre lo hondo del mar y de la tierra y de la necesidad de ser bueno y creer en lo que hay más allá de los números.

“Hija, cuando conozcas a nuevo amigo nunca le preguntes: ¿qué edad tienes?, ¿cuántos hermanos tienes?, ¿cuánto gana tu padre?; pregúntale mejor: ¿qué juegos prefieres?, si tiene una mascota, si colecciona mariposas. A los adultos le gustan los números, pocas veces se preguntan cómo es el sonido de la voz de quienes le rodean” —le aconsejaba su padre con palabras emparentadas con las de El Principito, la novela más famosa del escritor francés Antoine de Saint Exupéry—.

Este padre tiene un mirar sereno, lleno de vidas. Alegra que aún con 73 años comparta la misma mesa, el mismo café bajo de azúcar y caliente, que salga al patio y le traiga la última guanábana salvada de la mirada de los muchachos del barrio. Que todavía conserve, entre sus hierros viejos, el sillín rosado de la primera bicicleta que le compró a su hija.

 

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Sancti Spíritus ,  

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