El pecado de Magda Montiel
Está a nueve, ocho, siete pasos del hombre en traje verde olivo. Solo la distancian un puente en miniatura y un arroyuelo, de aguas tan cristalinas como las del río La Mula, en Ocujal del Turquino. Aquellas retozan con las laderas de la Sierra Maestra en busca del mar; estas cruzan el salón de protocolo del Palacio de la Revolución. Y se van al compás del murmullo de los asistentes, de unos 30 países, a la Primera Conferencia La Nación y la Emigración.
Un hombre bigotudo, vestido con guayabera blanca, le hace señas para que dé un paso adelante. Y ella sonríe y piensa: Relájate, Magda Montiel Davis, relájate, y camina como si estuvieras en el patio de tu casa, que, por fin, tendrás frente a ti a Fidel Castro. Por fin.
Y la mujer, de 41 años, ve que la barba le clarea al guerrillero. Y le tiende la mano. Su madre jamás lo hubiera hecho; su padre, tampoco. Vinculado al equipo de beisbol Havana Sugar Kings, él iba y venía al Gran Estadio de La Habana en su Chevrolet Impala, nuevo de paquete. Su mamá también se subía al maquinón; pero le hablaba a sus hijas sobre Hatuey, y andaba descalza en la casona de Nuevo Vedado.
Padre y madre temían. Temían a Fidel. Aquel rebelde, con olor a montaña, y su Revolución, trastocándolo todo, ordenándolo todo. Fidel era una amenaza. Amenaza a todo lo que habían logrado: la casa que construyeron en el exclusivo barrio de Nuevo Vedado. El ferry de Cayo Hueso a La Habana todos los años para que su padre comprara un Chevrolet nuevo. Cada año, un carro nuevo. La sala entera de juguetes para sus hijas, no solo en la Navidad; el Día de los Reyes Magos también.
Y Magda, con su Álbum de la Revolución cubana con imágenes de los eventos de la Revolución, que ella y sus amiguitas —en fin, el barrio entero— coleccionaban. Álbum que Magda mantenía escondido de su hermana y sus padres.
Y mientras el álbum más crecía, Magda empezó a dejar de ver a la joven que subía las escaleras de su casa —tan altas como el torreón del castillo del Morro— con un bebé a horcajadas sobre la cadera, y jadeando aún, tocaba la puerta y extendía la mano derecha. Era el ritual. Y la mamá de Magda le daba solo una lata de leche condensada. Solo una lata. Era también el ritual.
A diferencia del padre, la madre de Magda no procedía de la burguesía habanera. Su cuna estaba en el barrio de Punta Brava, en las afueras de la capital. Allí supo de caracoles tirados, santos subidos; de Oyá, Changó. Un babalawo le aconsejó abandonar el país; si no, sus hijas iban a pasar hambre. Cada día, le rogaba a Elegguá que le abriera camino. Hambre, sus hijas iban a pasar hambre; le dijo el babalawo.
Poco después del triunfo de la Revolución, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) puso al nuevo gobierno en su colimador. En Cuba, empezó a nevar. Sí, nevar. Nevar panfletos que la CIA, en sus avionetas de bajo vuelo, tiraba por las ventanillas; papelitos blancos flotando por todas partes, empapando a la gente del pueblo en camino a su trabajo, en los parques, la playa… Papelitos blancos por todas partes. Avionetas, y Radio Swan. Creada en 1960 por la CIA, la emisora propalaba una sarta de falacias: que los padres perderían la patria potestad sobre sus hijos; que estos serían enviados a campamentos, donde serían adoctrinados y abusados física y sexualmente… Pura guerra psicológica.
Los padres de Magda se mantenían tensos, preocupados. De pronto, ella notó un gran cambio en ellos. Sus padres, relajados, hasta casi felices. Remodelaron la casa. Amueblaron la casa entera. Todo, nuevo; los muebles ultramodernos; lo último.
Seis semanas antes de su octavo cumpleaños, Magda se despertó con el sonido de tiroteos. ¿El aire acondicionado del cuarto roto? ¿Nuevo de paquete, y roto? No, la invasión por Playa Girón.
Magda observaba a su padre parado frente al televisor hora tras hora; su madre escuchando la radio, una noticia tras la otra.
En cuestión de días, Magda, su hermana y madre se encontraban montadas en un avión de Pan Am, con destino a Miami. Su padre se quedó. Tenía “algunas cositas” más que terminar para la CIA. Al cabo de algunos meses, viajó, con pasaporte falso, para reencontrarse con la familia en Miami. No importaba que Magda y su hermana extrañaran el barrio, a sus amiguitas. Que, en un dos por tres, se encontraran en ese extraño país con su extraño idioma y extraña gente, que las miraban como si fueran ellas las extrañas. Pronto regresarán a la patria.
—¡Está más claro que el agua!, dice la madre.
Su padre en su nuevo Chevrolet Impala en camino al estadio de beisbol de los Havana Sugar Kings; su madre, maestra de artes y oficios en escuelas superpobladas de niños analfabetos. Magda y su hermana atrapando cangrejos morados y naranjas en la orilla del río Almendares.
LA CARTILLA DE ALPHA 66
A la abogada de Inmigración Magda Montiel Davis le leyeron la cartilla: si se atrevía a poner un pie, un solo pie, en Cuba, su vida se convertiría más que un pandemónium. El ultimátum le llegó, en blanco y negro, el día de su cumpleaños, el 28 de febrero del propio 1994.
Magda fotografió ese día en su memoria. Había ido a su casa en la isla costera de Key Biscayne, a solo 10 minutos del centro de Miami, cruzando el Big Bridge, el Puente Grande, cómo lo llaman los residentes de Key Biscayne. El huracán Andrew había puesto el hogar de Magda literalmente de cabeza un año y medio atrás. Mientras ella aguardaba por el constructor, que se hizo de rogar para asumir la rehabilitación del inmueble, se le ocurrió recoger el correo; el buzón, un flamenco color rosa, descolorido por el sol abrasador de Key Biscayne, aquel animalejo de yeso rumiando su soledad parado en una pata.
Animada, Magda tomó el bulto de correo. De un momento a otro, recibiría la invitación para asistir a la Conferencia en La Habana. Hojeó todo rápidamente, pero nada. De pronto, “ALPHA 66”, la organización terrorista, creada por la CIA en 1962, con el más vasto currículum de acciones, entre los grupos anticubanos asentados en Florida.
De un golpe Magda se bebió la advertencia. “(…) todas aquellas personas que visiten Cuba, dialoguen o apoyen directa o indirectamente al desgobierno que oprime a nuestro pueblo (…) —advierte el mensaje— será declarado objetivo militar y sufrirán las consecuencias dentro o fuera de Cuba”.
—¡Dios en el cielo y Alpha 66 en la tierra!, pensó, y su mirada tropezó con los pies de firmas, encabezados por el secretario general de la organización y uno de sus fundadores, Andrés Nazario Sargén.
Alpha 66 destila terrorismo por los cuatro costados. Y sus reclutados entrenan para el combate en los Everglades, una gran región pantanosa en el sur de Florida. Lo conoce la comunidad cubanoamericana. Lo conocen las agencias federales. Aun así, se hacen de la vista gorda.
La hoja de servicios anticastrista de Alpha 66 espanta: ataques piratas contra embarcaciones pesqueras, instalaciones económicas costeras y el poblado de Boca de Samá, en Holguín (dos muertos y cuatro heridos graves); asesinato de pescadores; planes de atentados contra Fidel; amenazas de bombas a embajadas y consulados cubanos en Brasil, Canadá, Ecuador…
Justamente, el 11 de marzo de 1994, a pocos días de Magda haber recibido el ultimátum, miembros de Alpha 66 dispararon contra el hotel Guitart-Cayo Coco. Empezaba la embestida para ahuyentar a los turistas. El año antes, Sargén publica y descaradamente declaró que su organización había realizado cinco acciones recientes contra Cuba. Y las agencias federales, ¿dónde? En la nada. Haciéndose de la vista gorda.
A pesar de ello, Magda hizo las maletas. Y ahora dialoga con Fidel, el primero en la lista negra de Alpha 66, que persistiría en asesinarlo ese año (CONTINUARÁ).
NOTA: El autor agradece a Magda Montiel Davis, protagonista de esta historia, su aporte a la edición de este reportaje.
No te pierdas nada. Únete al canal en WhatsApp de Radio Sancti Spíritus.